Desde la pantalla de su ordenador se asomó al inmenso vacío, que sin embargo aparecía repleto de entidades con distinto grado de luminosidad. Manejando el zoom y los mandos arriba y abajo, de derecha e izquierda, pudo jugar a adivinar el gran enigma del universo. Pensó en el Big Bang, la explosión generadora de tantísimos cuerpos celestes, los agujeros negros, la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica.
Algún
día habrá de emigrar la raza humana cuando vivir en la Tierra ya sea
insoportable. ¿En cuántos mundos hay gente parecida a nosotros con la que
podemos compartir el enorme peso de la soledad? No conocía la teoría de la
relatividad, ni la mecánica cuántica estaba al alcance de su mente. Tampoco le
resultaba fácil comprender que en el universo existen cosas tan pequeñas que
miden la diezmillonésima parte de un milímetro.
Como
el cosmos se halla en permanente expansión, se preguntó de qué manera redefinir
el tiempo y el espacio. ¿Si alguien pudiese desplazarse a la velocidad de la
luz, a trescientos mil kilómetros por segundo, podríamos retroceder a las
civilizaciones perdidas, podríamos encontrarnos con Buda, Cristo, Mahoma, los
apóstoles y los profetas?
Enredado
en palabras poco usuales –los quarks, las partículas subatómicas, los
gravitones, fotones, gluosones, bosones- llegó a la conclusión más elemental:
se hallaba perdido. Su mente era incapaz de ver algo en tal maraña. Creyó
entonces que cuando las mujeres tuviesen sus hijos arriba en el espacio,
estarían fundando una nueva especie condenada a no regresar jamás a la Tierra.
En ausencia de gravedad, los humanos prescindirían de sus inútiles piernas, no
necesitarán aprender a caminar erguidos puesto que se harán expertos en flotar,
y por ello adoptarán aletas, colas y branquias como si fuesen delfines. Tan
similares a los peces que regresan al origen de la especie. Tales pensamientos
no le aclararon gran cosa y no quiso darse por enterado cuando sintió picor.
Era una lata: no lograba alcanzar su pequeña y encogida aleta adiposa para
rascarse el hombro.
(Del libro Cuentos gozosos/Cuentos traviesos, Rosario Valcárcel y Luis León Barreto - Mercurio Editorial-2017)
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