No merezco tus costumbres
ni tus miedos
ni tampoco los ladridos
de los collares de tus perros
ni las tardes que se frenan
como aviones sin tiempo
ni los clavos que se tuercen
en tu cruz vacía y silenciosa.
No merezco, no,
que en la noche moribunda
tú me olvides
como si fuera nadie
y aparezcas luego,
cuando soy el viento,
para ceñirme el velo,
para encordarme.
Yo confieso
He besado a un hombre que callaba
en sus labios el rocío de todos los tiempos,
y Dios sabe cuánto disfruté de sus formas:
espolón, cuadrado, lluvia de colores.
Nos deslizamos por el mundo
con el discurrir de las estaciones,
en valles donde el viento traía
una suave cadencia de velos blancos y arroz.
He amado a un hombre. Y ese hombre no es cualquiera:
es el Hombre,
el Artífice de un paraíso que es solo nuestro,
la libertad prisionera a la que unos cantaron,
por la que otros murieron
en una noche del alma muy oscura y serena.
Y es por eso
que si yo fuera mujer y fuera mujer el hombre
o si yo fuera hombre y él mujer
o yo mujer y él hombre
todavía lo amaría, la amaría,
por la forma en que siguiera
descorchando ámbar fósil
del fondo de la tierra,
porque él se presentó sin cadenas
con la antorcha ardiente del Robo
para quemar mis cadenas.
Yo amo a un hombre. A un hombre
que llueve suavemente sobre la ciudad
cuando la tarde ambarina vomita sus escombros
sobre rosales que florecen.
Sobre la auxiliaridad
Era un hombre por definición, pero designaba infinitas realidades: connotaba la inmensidad del universo y superaba las quinientas acepciones. Era singular en su vivienda y plural en las casas de los otros; adjetivo, para la novia y los amigos; sustantivo, para la madre y el padre. No con todos ellos concordaba ni con todos compartía sintagma.
Para su perro, adyacente tierno, era siempre verbo imperativo, núcleo oracional eterno e inmutable. Para él mismo era un verbo en gerundio, que se deslizaba, temeroso, hacia el futuro. Para todos los que no he nombrado, carecía de significación primaria.
Era una unidad semántica con tantas variantes contextuales como distinta fuera su posición. Fiel a su categoría en solitario, se transponía, tembloroso, al besar otras palabras. Fue tal el poder de sus metamorfosis lingüísticas que terminaron por ver en él poco más que un significante vacío nutrido de la esencia de otros signos.
Un día creyó, frente al espejo, que se había contagiado del mal de la desemantización. Pero no era cierto. Una cosa es el significado primario y otra el referencial. Un signo se compone de significante y significado. Todo el que vive es verbo y dicen que en los verbos no existe la auxiliaridad.
(Tomado de www.algomasqueliteratura.wordpress.com)
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