Después de la Gran Detonación llegaron las plagas, las guerras y el hambre. En unos pocos meses millones de seres humanos desaparecieron y sólo con el tiempo pequeñas partidas de supervivientes lograron vencer el miedo y la desconfianza, llegar a acuerdos e iniciar la tarea titánica de levantar de nuevo la civilización.
Aún
no somos más de mil personas, pero ya ha pasado lo peor. Así lo demuestra que
la mitad de la colonia esté compuesta por jóvenes y niños, nacidos después de
la explosión. En ellos depositamos la esperanza de un mundo mejor. Entre
nosotros, los mayores, se reparten las tareas y reconquistamos poco a poco
parcelas de bienestar. Hay ingenieros que construyen generadores, pequeños
talleres de metalurgia. Tienen los conocimientos, pero aún hacen falta
herramientas y materias primas. Con el tiempo, construyen ingenios que
recuerdan vagamente antiguas comodidades. Hay una precaria instalación de
electricidad, bombas para extraer el agua. Uno de sus últimos éxitos ha sido
construir departamentos estancos que con el tiempo podrían cumplir la función
de conservar alimentos con el frío. También hay médicos, juristas y contables.
Atienden a los más débiles, organizan los almacenes, distribuyen los recursos.
Minuciosos artesanos comienzan a elaborar toda clase de instrumentos y algún
viejo agricultor ordena seleccionar semillas y extender las plantaciones. La
colonia, a pesar de las penalidades del principio, por fin no pasa hambre.
Por
las noches, rodeando enormes hogueras, hablamos de los viejos tiempos y
recordamos con nostalgia las delicias del antiguo bienestar. Un hombre anciano
y justo ha sido elegido como jefe. En una emulación de la antigua democracia,
hemos acordado que cada cuatro años su puesto deba someterse a elección.
Alguien que trabajó como abogado está redactando ahora lo que se convertirá en
nuestra ley principal.
–
Pero aún hace falta otra cosa –dijo una noche el jefe. Y al hacerlo me miró-:
Debemos recuperar la memoria.
–
¿La memoria? –repetí, sintiéndome elegido.
–
La memoria del mundo.
En
pocos días, el jefe y su consejo definieron el proyecto. Cierto, la raza humana
había conseguido sobrevivir, pero era necesario que también sobrevivieran su
historia y su cultura. Si queríamos reinstaurar la civilización, debíamos
conservar memoria del pasado, el enorme patrimonio que el ser humano había
aquilatado a lo largo de los siglos. También había que dejar constancia de los
errores, para que no volvieran a repetirse. El anciano sabía que, antes del
holocausto, yo era aficionado a los libros y que había escrito algunas cosas.
–
Esa será tu labor –me dijo, ante el fuego de la hoguera y poniendo a toda la
comunidad por testigo-: recuperar la memoria del mundo. Has leído muchos
libros. Eres lo suficientemente viejo como para recordar las cosas del pasado,
y lo suficientemente joven como para tener tiempo de escribirlo.
Aturdido,
comprendí cuál iba a ser mi misión. A partir de entonces abandonaría los campos
de cereal y me quedaría en la aldea, con los ancianos y los niños. Me
proveyeron de plumas, de un líquido entintado y del rudimentario papel que
habíamos empezado a elaborar.
–
A partir de ahora escribe –dijo el anciano- Escribe todo lo que recuerdes.
Hombres
y mujeres salían a cazar, a cultivar o a construir nuevos artefactos. Las
personas más ancianas cuidaban de los niños y les daban enseñanza. Pero a mí se
me asignó una labor vasta e imposible: debía recordarlo todo. Debía escribir
sobre las antiguas libertades, recordar la historia de los pueblos y con él las
acciones heroicas y el horror de los tiranos. Comprendí la envergadura de la
tarea y sentí vértigo. Cierto, yo había leído mucho, antes del holocausto,
cuando aún existían libros. Pero cuántos poemas podría recordar. Qué despojos
del latín o del griego podría rescatar del olvido. Qué podría escribir sobre
filosofía china o sobre la conquista de América. Los persas. Los vikingos. Los
etíopes. Cómo lograr que no se disolvieran para siempre cosas de las que no
sabía nada: la literatura húngara, la civilización de los mayas. Los títulos de
las novelas, ¿tenía sentido recordarlos? ¿Tenía sentido resumir en un papel la
trama de una obra de teatro, el azar de un argumento, el nombre de un solo
personaje que pudiera salvar del olvido? Y la música: tararear melodías,
transcribirlas. Qué pálido reflejo de Mozart podía rescatar mi garganta. Tenía
que salvar a Don Quijote, al capitán Akab, al rey Lear y a la duquesa de
Guermantes. Y tenía que salvar a Kublai Khan, a Alejandro Magno, a Jesús de
Nazaret y a Thomas Jefferson.
Cada
mañana veía partir a los agricultores, los ingenieros, los maestros. Yo me
quedaba en la choza, persuadido de que mi misión era inagotable e imprecisa, y
que moriría con la amargura de saberla incompleta. La noche antes de empezar,
lloré en mi lecho, sabiendo que aquella tarea, innecesaria para la
supervivencia de nuestro pueblo, era de algún modo mucho más importante. Pero,
por mucho que escribiera, apenas lograría rescatar una porción insignificante
de la vasta memoria del planeta.
Y una luminosa mañana, mientras oía las alegres voces de los niños que se dirigían a la escuela, di la espalda al mundo, me senté a la mesa que habían traído el día anterior los carpinteros, mojé en tinta la pluma y comencé a escribir.
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