martes, 1 de septiembre de 2015

Esa lluvia mañanera


José M. Balbuena Castellano
 
Hacía tiempo que no tenía el placer de ver caer un gran chaparrón a través de la ventana abierta de la habitación de la tele, que da al jardín. Una lluvia mañanera, empapadora, beneficiosa, poco destructiva, que en unos minutos formaba arroyos en la calle pendiente donde vivo, buscando ávidas un lugar donde colarse para introducirse en el cercano mar.

Las hojas de los árboles quedaban limpias y bruñidas y se desprendían del polvo y de la pátina negra y pringosa, que a veces no termina de irse y termina perjudicando a los vegetales. El día acababa de nacer y el sonido de la lluvia me traía recuerdos infantiles allá en mi pueblo de montaña. Pero eso lo diré más adelante...La gente se dirigía a sus trabajos (los que lo tenían, claro) en la guagua o en sus coches particulares. Los que estaban en paro, o las propias “amas de casa”, cuyo oficio es “su hogar”, o sus “labores domésticas”, aún dormitaban acompañados por esta música celestial que es la lluvia cuando sabemos que nos viene como agua de mayo, aunque estemos en otoño y el invierno empieza a asomar. Y si no dormitaban contemplaban desde sus ventanas o sus balcones estas infrecuentes lluvias mañaneras provenientes de unas nubes esquivas que se cernían sobre la ciudad y que volaban hacia otras islas dentro de su programado circuito giratorio, hasta que perdían su fuerza y su nombre de borrasca atlántica. Luego eran sustituidas por otras que repetían la operación.

Lorenzo, o sea el sol, intentaba asomarse por algún claro e iluminaba el entorno. Y hasta los pajarillos parecían contentos y revoltosos y se movían entre las ramas: gorriones, herrerillos, mirlos, mosquiteros, capirotes y tórtolas, que son las aves que pululan por este lugar. Todo a pesar de que los pobrecitos no tenían donde guarecerse.

Los chaparrones se reproducirían a lo largo de toda la mañana, entre nubarrones y claros que permitían ver un cielo azul intenso, libre de contaminación ambiental. Por el momento. Es el sino que padecemos debido a “nuestra civilización”, que para mi no es tal porque nos conduce irremisiblemente a un ataque continuo, al medio natural, y está contaminando los mares, los bosques, la atmósfera, las ciudades,(donde se respira un aire impuro).. Que produce el efecto invernadero; que origina cambios climáticos, y que, en definitiva, influye también en nuestro carácter o perjudica nuestra salud.

 La “civilización del petróleo”, principalmente, nos está envenenando poco a poco...Por eso, dentro de nuestras posibilidades, hay que pasear en medio de las arboledas, de los bosques, de las zonas no contaminadas, ya que con ello nuestro cuerpo físico, e incluso nuestra mente mejorarán

Sobre esas negras nubes, cargadas de intenciones,  se adivinaba el vuelo del avión que a esa hora siempre pasaba por encima de mi edificio, y se dirigía a la vecina isla. Yo lo llamaba la “guagua de Tenerife”. Pero había otros que durante la mañana se dirigían a esa isla, y también a La Palma.

Su sonido me hace mirar varias veces al cielo cada vez que pasa uno. Es una costumbre antigua, como una especie de homenaje a ese invento que permite que un aparato pequeño o grande se mantenga en el aire, pueda volar y acercarnos en poco tiempo a lugares lejanos. Y siempre deseo a sus pasajeros y tripulantes un feliz vuelo, que no les ocurra nada desagradable. Me veo a mi mismo atreviéndome a meterme en esos aparatos, donde, una vez que te cierran la puerta dependes de la pericia del piloto, de la calidad del avión, de la mano de Dios. Algunos dirán del destino. Otros, de la suerte. Depende de los que cada cual cree y en quien cree. Respiro profundamente cuando llega a tierra y la puerta se abre de nuevo...Y veo la sonrisa de las azafatas que nos despiden. El deseo de supervivencia...Me siento un privilegiado por continuar con vida.

Mis recuerdos infantiles y juveniles, en un marco diferente. Allí si había un aire nítido. Allí si que había agua en abundancia. Y uno soñaba con esos manantiales que se formaban después de las lluvias, Soñaba con esos barrancos que se llenaban con la aportación pluvial de las escorrentías. Con esas fuentes donde uno se acercaba para llevar agua a casa, porque aún no había cañerías, “agua corriente”. O para saciar la sed después de una caminata o de los juegos infantiles. Allí si que existía unas estaciones bien marcadas. La primavera era la primavera, con ese aire fresco, con esas flores que adornaban el campo, con esas aves que se hacían patentes con sus cantos o con sus juegos entre las ramas. Y venía el verano que es cuando se recogían las mieses, cuando había verbenas y fiestas patronales y se prodigaban las frutas. Cuando, a veces, se destapaba el calor y tenía que refugiarte bajo los castañeros, bajos los árboles de la plaza, o en el rincón más fresco de tu casa. Y ese otoño de hojas caídas multicolores. De árboles pelados y que parecían tristes, en espera de nuevos brotes, de nuevas hojas, de nuevas ramas donde anidarían los pajarillos después. Tiempo de castañas, de nueces, de uvas tardías, de setas en los bosques y en los prados. Tiempo de matanza de cochinos y de asaderos, de comer “carne hila”, chicharrones, manteca, morcillas, tocino para el potaje y había de intercambio social, acercamiento familiar,  tertulias  y compadreo. Mi abuelo parecía contento porque había llovido sin causar daño. Porque era bueno para las tierras de secano. Porque se llenaban los estanques y renacían los manantiales. Y todos los campesinos reían con satisfacción. Llovía al gusto de todos. Y eso era bueno. Para entrar después en un invierno donde se alternaban la niebla, las lluvias, la humedad  y el frío. Donde a veces desaparecía el paisaje y la gente y solo había oscuridad y silencio. Donde los sueños se hacían más profundos y los deseos de abandonar la cama casi no prosperaban  Y llegaba la Navidad, una fiesta sencilla que no tenía árboles cargados de regalos ni guirnaldas, ni luces de colores. Ni había un Papá Noel que te entrara por las chimeneas, que llevara trineo y cornudos renos.  y que se riera de forma estruendosa, y a veces estúpida.

Había, eso sí, un sencillo nacimiento en la iglesia: el Niño, la Virgen María, el establo con su burro y su buey. Los ángeles y los pastores y unos Magos llegados de no se sabe dónde, a adorar a Jesús-Niño, sin faltar la estrellita que los conducía. Y se cantaban villancicos. Y tenías que abrigarte para acudir al templo, que era frío como un témpano y no tenía calefacción. Las velas encendidas acababan calentándolo. Y el arropamiento de la gente del pueblo... Y pocas alharacas al final de año, o el Día de Reyes, donde cada cual dentro de sus posibilidades obtenía lo que más deseaba. A veces, ni eso. Mirabas desconsolado para los que lucían sus cochecitos, sus juguetes nunca vistos, o sus vestidos recién estrenados... Pero no había envidia. Sólo tristeza y desilusión. Los Reyes pasaron y no me dejaron anda. Ni siquiera carbón, como se decía.

De noche te consolabas con el regalo de la lluvia, con el ulular del viento en las ventanas, que alejaban los terrores nocturnos y te permitía dormir plácidamente.

1 comentario:

  1. Bella e intensa rememoración de la infancia, cómo deseamos la lluvia que regenera y limpia. Y, cuando llegamos a septiembre, es casi inevitable pensar ya en la Navidad... La vida breve, otro año que se cumple, y que es otro año menos.

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