
Hubo
visionarios que con mucha anticipación contemplaron con desagrado algunos
efectos de la industrialización, las consecuencias deshumanizadoras de la
modernidad. Así el gran escritor inglés D.H. Lawrence escribió en 1928 lo
siguiente: “La nuestra es esencialmente una época trágica, así que nos negamos
a tomarla por lo trágico. El cataclismo se ha producido, estamos entre las
ruinas, comenzamos a construir hábitats diminutos, a tener nuevas esperanzas
insignificantes.” La frase figura al comienzo de su novela El amante de Lady
Chaterley. Escrita la frase en los felices 20, poco antes de la gigantesca
depresión de 1929, antes de la II Guerra Mundial y la bomba atómica, supone una
anticipación descomunal.
La
vida actual contempla lo vertiginoso, instantáneo, espectacular y volátil, con
muchos efectos especiales y mensajes de guasap que se superponen. La sociedad
del espectáculo fugaz. Pero también habría que anotar que algunos economistas
señalan que la falta de valores éticos no ha influido en la crisis que nos
tiene acongojados desde hace casi diez años, y que mantiene angustiados a los países
del sur de Europa. Según este pensamiento, las crisis se han sucedido a lo
largo de los siglos y habría que interpretar que no solo son endémicas del
capitalismo sino que son consustanciales a la naturaleza humana. Como si la
tendencia a las corrupciones, los desvaríos y las caídas fueran parte de
nuestra genética ancestral. Y con todo ello la crisis no solo es económica sino
también laboral, ecológica, climática, social y política.
Por
otra parte, la globalización hace que seamos partícipes al mismo tiempo de
acontecimientos muy lejanos, acontecimientos que se enhebran entre sí. El viejo
mundo ya no es dueño de sus destinos, ahora inversores chinos y de los Emiratos
se van adueñando de los restos del naufragio. Además, estamos tan
intercomunicados como nunca, en cualquier lugar se comentan las mismas cosas,
se escuchan los mismos discos de música pop, se viste de la misma manera porque
la moda todo lo uniformiza, se contemplan los mismos anuncios en la televisión.
La moda y la actualidad son efímeras, las ideas antiguas ya no sirven pero no
encontramos todavía unas ideas nuevas.
Dicen
los economistas que esta crisis, como cualquiera de las anteriores, es similar
a una gripe: viene con fiebre y dolores musculares, nos deja bajos de forma,
con fuerte decaimiento y luego, con antibióticos o sin antibióticos, desaparece
por sí misma. Pues en realidad no estamos ante una simple crisis, sino ante una
enfermedad social. Con problemas de avaricia, con mucha gente que se ha
enriquecido y otra gente que ha vivido por encima de sus posibilidades, gente
que ha buscado ganancias desmedidas a costa de lo que sea, desorden y codicia
extrema. La incertidumbre se ha extendido, el valor monetario de las cosas
queda en entredicho y origina el deseo de reconsiderar los valores en sentido
general. La mayoría de los europeos piensan que lo que cuestiona la crisis son
nuestros actuales códigos, la forma de vida.
Sin
duda quienes peor están pasando esta crisis son los jóvenes. Sometidos a
contratos engañosos, a cobrar míseras comisiones, a estar permanentemente a
prueba, estamos condenando a una generación brillante y preparada a unas
lamentables condiciones, les obligamos a subir al Everest sin guías y sin
oxígeno. Eso es lo que tendría que sonrojar a gobernantes poco dispuestos a
meter en cintura a empresarios desaprensivos que aprovechan la coyuntura para
extremar la precariedad. Frente a los análisis optimistas, un país que trata
así a la generación del relevo está construyendo un futuro engañoso. Los empresarios
les exigen experiencia, pero nadie les da trabajo con lo cual tienen muy
difícil llegar a tener experiencia. Las jornadas interminables, los salarios
muy por debajo del mínimo, nos deberían hacer sonrojar. Y es que muchos se
aprovechan de la crisis para esquilmar a la generación más brillante de nuestra
historia.
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