viernes, 25 de abril de 2014

El fútbol como anestesia y adormidera social


Ahora que termina la temporada, cuando unos se sienten ganadores y otros perdedores, podríamos reflexionar acerca del valor del fútbol como deporte de masas, espléndido negocio para algunos, turbio tejemaneje para otros, opio para grandes públicos, una verdadera religión que incluso produce muertos. Las tertulias deportivas nocturnas en la TV acumulan insultos como si fueran vulgar telebasura, y suele olvidarse que este es un juego, producto del azar en el que el resultado se define por flashes de fortuna, errores arbitrales, el balón que da en un poste. El fútbol forma parte de un mundo hiperconectado, en el que los satélites permiten saltar sobre los océanos y los continentes. Ahora los equipos canarios miran hacia la Primera División, nuestra Unión Deportiva, a menudo incapaz de ganar a los equipos que juegan con corazón, y el C. D. Tenerife, que está pareciendo más consistente. El próximo mundial, para el que apenas quedan semanas, será de nuevo un acontecimiento planetario, enorme negocio publicitario, algarabía de las televisiones. ¿Es el fútbol un instrumento de poder, el nirvana que hace olvidar el paro y las dificultades económicas en países como el nuestro, Brasil y Argentina, donde actúa como una anestesia social?

Parece claro que en todas las épocas y en todos los lugares, los humanos han necesitado pan y circo no solo como forma de escape sino también como elemento aglutinante. En Japón se entretienen con esos combates de sumo, en los que hombres que parecen dinosaurios se empujan con sus enormes barrigas y sus glúteos hasta conseguir la victoria. En Grecia las olimpiadas, cada cuatro años, eran una especie de tregua en la que se detenían las peleas de las distintas ciudades. En Roma los gladiadores pagaban con su propia vida los desafíos de sangre y arena. En países americanos, el béisbol –que puede parecer tan estático– despierta fervores. Pero, en realidad, el deporte-rey que despierta más pasiones sigue siendo el que inventaron los británicos hace siglo y medio, el dueño de las grandes competiciones, el que genera millones en forma de contratos, pagos a intermediarios, encumbramiento de estrellas con unos sueldos astronómicos, etcétera.

El fútbol es mucho más que un deporte, incluso apenas es ya un deporte. Los padres de los niños de medio mundo sueñan con que su hijo sea un Cristiano Ronaldo o un Messi, y con frecuencia estropean a sus criaturas, sometiéndolas a una presión tan descomunal. El fútbol genera muchos puestos de trabajo: jugadores, técnicos, médicos, representantes, periodistas, abogados, directivos, empresarios. Ser de un equipo o ser de otro genera un sentimiento de identificación tribal, y una rivalidad casi enfermiza entre seguidores de uno u otro once. El fútbol, pues, viene a sustituir a la guerra y en este sentido no cabe duda que es preferible ver un Alemania-Inglaterra sobre el césped con los respectivos onces escuchando los himnos nacionales como si fueran soldados ante la batalla que recordar los horrores de las dos guerras mundiales. Incluso el lenguaje del fútbol tiene reminiscencias militares: el balón es un proyectil que recorre el campo enemigo y se dispara como un obús sobre la portería rival.

Que el fútbol es un gigantesco producto de márketing lo atestiguan las cantidades que se mueven gracias a él. El fútbol genera euforia o depresión según hayan ido los resultados del fin de semana, y es tan fugaz esa alegría o esa tristeza que todo puede cambiar en el siguiente fin de semana. Hay gente que se suicida si pierde su equipo, y en los campos de fútbol los servicios médicos tienen que atender más de un infarto. Gente pusilánime, ciudadanos cumplidores, van los domingos al fútbol y descargan su adrenalina insultando al árbitro o a los jugadores rivales, de este modo un partido de fútbol puede ser tanto una terapia liberadora como una ofuscación que deja raíces en los días siguientes. Los psicólogos saben que este deporte es hoy en día mucho más que un simple juego en el que intervienen los fuera de juego dudosos, los errores arbitrales, la desgracia o la fortuna de un portero parando un penalti. El hecho de que el fútbol sea un juego más bien lento, poblado de centrocampistas y de triquiñuelas que se resuelven en un rápido contraataque, en un destello de aciertos, un juego que siempre proporciona pocos goles, incrementa el suspense, el temblor de los aficionados, en síntesis: magia y misterio.

El fútbol es también una maquinaria de integración que usa sabiamente el poder, y que sirve al interés de unos pocos. Felicidad y tristeza de las tardes de domingo, sentimientos que pueden llegar a la violencia cuando esos sentimientos son manipulados y se pasa a la agresividad tan frecuente en terrenos de juego de Centro y Suramérica o Inglaterra, las barras bravas y los hooligans, bajo la influencia de la agitación de los medios de comunicación y del alcohol. En una sociedad pseudodemocrática en la que el ciudadano de a pie no interviene en las grandes decisiones, refugiarse bajo la bandera de su equipo preferido supone participar en una religión que eleva a la categoría de semidioses a los ídolos. En este deporte tan mercantilizado de nuestros días, las empresas, los bancos y las bolsas ven en el fútbol un nuevo producto de mercado, el interés económico está muy por encima de la filosofía del deporte como juego limpio y de los valores éticos que se le suponen.

Ahora que estamos pendientes de los posibles éxitos de los equipos canarios y de la participación española en el próximo Mundial, convendría rescatar los valores del deporte en los tiempos en que los jugadores no eran figuras de adoración de las masas ni anunciantes de coches, ropa interior, zapatillas deportivas, colonias y productos bancarios. Cuando está bien jugado, el fútbol puede resultar hermoso pero además del buen juego habría que rescatar otros valores del pasado.

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