viernes, 28 de septiembre de 2012

La esperanza es lo último que se pierde

Me quedaban unos meses de vida. Si la enfermedad tiene un componente psicosomático, no queda más remedio que fortalecer la voluntad para darle la vuelta al asunto. Tal vez el atropellado expolio de los recursos del planeta hace brotar con mayor frecuencia los procesos degenerativos. Pero la esperanza es lo último que se pierde.
Me curaré, decía. Los fármacos y las pruebas me dejaban mal, mi mente se evaporaba. Piense en imágenes positivas, decía el médico. Entonces daba la vuelta al mundo en pos de islas paradisíacas. Por entonces yo opinaba que la felicidad consiste en agarrarse a la cola de un avión para ir en busca de mujeres-niñas de cabellos sueltos y atrayente boca.
Necesitaba revestirme de la filosofía de los antiguos, hacerme duro como un diamante. Pensaba que la verdadera muerte habría de ser la ausencia de amor pero yo contaba con amor, ella era mi refuerzo.
Lo importante era desplegar un caudal de energía que me permitiese afrontar cuestiones pendientes. Busqué en escuelas arcanas y gnósticas, trataba de evadirme con el tantra. Se distanciaron algunos amigos, no hay tiempo para la misericordia. La gente se lava las manos, no quiere verse comprometida con un aguafiestas; su tiempo es precioso para visitas a un hospital. Pero también descubría solidaridades instintivas.
El gota a gota resulta insoportable: en dos horas te introducen cinco botellas de ese líquido radiactivo que te deja un sabor metálico en el paladar. Me iba hinchando por todas partes, repta por tus cavernas interiores un aluvión destinado a quemar las partes innobles de tu interior. Me tomaban la vena del brazo izquierdo para aplicarme el río ardiente. Pero el organismo trataba de rechazar esa invasión, los vómitos cada vez más frecuentes. Deseaba la muerte, el viaje en ligera nave de seda.
El mal se aposentaba entre los tejidos, ahondaba sus raíces, extendía sus ramificaciones. La vida es una evasión continua, y yo me hallaba ante un valle sombrío. Cuando se hallaba a mi lado recibía su calidez pero no dejaba de pensar en una extinción plácida que daría paso al verdadero conocimiento.
Por primera vez me habían dado habitación individual, me sabía de memoria cada detalle. Silvia me trajo libros con reproducciones impresionistas. Admiro los almuerzos en la hierba y los floreros con peonías, los cambios de luz en las fachadas de las catedrales y las campiñas de nieve, los salones de danza y los estanques, las escenas de cabaret y las armonías de Polinesia.
El líquido me abrasaba por dentro. Me aplicaron un catéter, un conducto permanente junto a mi cuello: a través de la sonda se establecía un contacto más rápido, las membranas rebosantes de ese caudal espeso. Somos criaturas torpes, obstruidas por la negatividad. Mis células se habían saturado, eran presa del herpes. Se me infectaba la espalda, me escocía el cuello, llagas en las axilas.
Poco a poco fueron deteniéndose los nódulos, yo era un jinete que saltaba los primeros obstáculos. Lo bueno de la enfermedad es que lo relativiza todo, te hace ver las cosas de otra manera. Saboreas los momentos, intentas dar más afecto. Me volví más sereno y tolerante porque lo más urgente era no pensar nunca en el después. Alargar los minutos, capturarlos.
Mi cuerpo físico salía a la superficie. Me hallaba en plena depuración. Se reducía la metástasis, lo declaraban biopsias y escáneres. Pero algo iba mal: Silvia se estaba distanciando. A menudo los hombres nos quedamos en la superficie, nos sobra el culto al onanismo, el ímpetu. Como si sólo intentáramos batir marcas, nos inyectamos con las mujeres. ¿Acaso nos habíamos limitado a darnos refugio, sin que hubiese nada verdadero entre los dos. Al entrar en el cuerpo a cuerpo nos hacíamos daño: hemorragias, cicatrices de las que nunca sales indemne.
Tardaba días en eliminar la quimioterapia. Me costaba enunciar pensamientos, y sabía que los artistas acceden al nivel más alto de conciencia sólo si han culminado su aprendizaje, ya que de lo contrario se debaten entre sus apetencias de espiritualidad y el tirón de la materia. Lo importante radica en perder el lastre que nos retiene en las regiones inferiores. La verdadera paz consiste en liberar la conciencia.
Se contraían las venas y se hacía más difícil que me pudiesen inyectar. Necesitaba colocar los brazos largo rato bajo agua caliente para que las venas se hinchasen y las atraparan.
Cada uno de nosotros vive en un compartimiento estanco. Y la pasión significa una ruptura más allá de lo razonable. Ya no eres tú mismo, puesto que tus células han extraviado el buen juicio. Necesitas esa fuerza salvaje, pero te asusta. Su vaho adormece tus miembros, te predispone para dejarte vencer. Tan desvalido que das pena, un sedimento agridulce, entre el néctar y el acíbar. Quizás procede de los agujeros negros donde nace el no-tiempo y se aposenta el no-lugar.
Sólo me vence el amanecer cuando, rendido y cansado, consigo unas horas de olvido.
         Tenía pensado acabar de una vez, así que dejé una nota de despedida. Me vi cayendo como un fardo pesado sobre el asfalto, un golpe sordo y terrible me sumerge en la nada. La única forma de sentir alivio.
Pero era una pesadilla dentro de una pesadilla.
Eso sí: cada vez que me lanzo por la ventana y planeo sobre los coches de allá abajo, me gratifico al sentir la potencia de mis alas, la forma en que sobrevuelo el parque, la manera en que regreso al alféizar de la ventana, la decisión con la que de nuevo me coloco la vía del suero.
 (De Los dioses palmeros, Cajacanarias, colección La Caja Literaria, relatos. Ilustraciones: “Anillos”, obra de Nadia Brito Melado. Imagen de la isla de Phuket, Tailandia)

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