Hay
color y también una cierta ingenuidad desde aquellas ovejas hasta esta mirada
sobre la arquitectura, el juego en el que se combinan el espacio, la
perspectiva, el tiempo. La ciudad ideal, la ciudad soñada, la ciudad deseada,
que no existe. Dice la pintora que en esos edificios casi herméticos se
encierra un deseo de comunicarse, por eso va eliminando elementos hasta
quedarse con esencias. Valme expuso en aquel Club Prensa Canaria en el que hace
casi cuarenta años aparecieron muchos jóvenes creadores de entonces, y también
presentamos una exposición suya en Orfila, Madrid, en la que las ovejas jugaban
a esconderse. Entre los geometrismos y la naturaleza, por ahí camina la
pintora. Composiciones vegetales y animales que actúan como recordatorios de
una naturaleza soñada, presentida, pero siempre destruida porque la naturaleza
puede ser una fiera diabólica que arrasa con todo. Y nosotros lo sabemos bien
porque vivimos sobre volcanes.
Puede
que la pintura de Valme tenga una apariencia humilde, tranquila. Encuadres en
que figuran frutas o seres imaginarios con un trasfondo onírico, desde un Fra
Angélico hacia un Klee y un Miró. La tierra era azul como una naranja, y el
objeto representado se ha ido volatilizando. Puede que sea una imagen irreal
del mundo y de sus criaturas, un mundo que en el que ya no cabe la utopía
porque es distópico, angustiante, amenazante. Cuántas desgracias juntas en
estos últimos años: incendios, pandemias, erupciones, señales de que el
desastre climático es inflexible. Pero ese mundo de su memoria, habitado por
pequeñas figuras de animales y de árboles y de ensoñaciones urbanas, puede
contener piezas de una sinfonía casi naïf. Y será inevitable que se cuele el
cielo y se cuelen el color de la tierra, una palmera, una ola, la luz, la sal, las
frutas, el bosque, los edificios, la presión psicológica y la claustrofobia de
la isla, la tierra crispada del malpaís, el abrazo del Atlántico. Ella escapa
con sus geometrismos que siempre van cambiando de aspecto. Mundos imaginarios,
otra realidad en la cual la pintora se siente a gusto. Los símbolos son
importantes, tanto como el afán constructivista, una orilla de magia y
misterio, un mundo de lirismo y sublimación, que transforma la mirada
cotidiana.
Alumna
de la Luján Pérez la estilización de su arte ha tenido bastante que ver con el
magisterio de Felo Monzón, quien hablaba de un esquematismo analítico, maduro y
sentido. Pintura espacial, con aparente simplicidad, pero que con su gama de
color que va más allá. La transparencia posibilita una forma de escape sobre la
ajada cotidianeidad, con lo cual el objeto representado se va volatilizando. Y
así se llega a esta obra con elementos de la arquitectura, en la que volvemos a
apreciar la calma, el silencio, la observación tranquila.
En un mundo en el cual las mujeres están ocupando espacios centrales, esta pintora se afirma como hacedora de un mundo que nos conecta con una cierta melancolía, el pasado que ya no volverá y el presente que –como dicen los budistas– hemos de vivir con una actitud de paz interior y de mejoramiento personal, con una aceptación panteísta, porque la creación está en todas partes y nosotros tan solo somos espectadores en medio de los presagios del exterminio. De cualquier forma, como elemento curativo tenemos esta pintura aparentemente simple, que no lo es, ya que encierra muchas claves y, en definitiva, busca ser apacible y bienhechora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario