En cuestión de
caprichos, pocos le ganan
a Brian. Obcecado escocés. Como si Escocia fuera una isla aparte del mundo y él
pudiera presumir de ese nombre celta que significa "El fuerte, el de gran
fortaleza". Es cabezota pero también idealista, tiene un encanto natural, una
ternura a la que resulta difícil negarse. He de decir que fue un flechazo a
primera vista, yo azorada en aquella cafetería que él estaba frecuentando,
siempre en mi turno. Yo era la camarera y él todo un caballero, tan elegante,
tan superior a una chica del pueblo llano. Te llevaré a conocer a mi familia, me
anunció, y yo aplaudí entusiasmada porque siempre había querido volar a
Edimburgo, conocer la historia antigua, patear los paisajes idílicos de su
tierra. ¿Y quién puede rehusar la belleza de la campiña de Aberfeldy, las casas
con su piedra gris, la intensidad de la campiña que te sale al paso, el club de
golf, la destilería de whisky y hasta las preciosas tiendas del Square? Paraíso
de verdor, una cura de reposo para quienes viven en la gran ciudad.
Estaba empeñado en enseñarme modales, quería
apartarme de la vulgaridad. No estropees el whisky con hielo ni con agua, ni
pongas jamás la botella en la nevera, recalcaba frente a mi ignorancia.
Era viciosilllo y mientras
estábamos en la cama le gustaba mirarse en los espejos, por eso debí encargar que
cubriesen el techo con aquellos grandes paneles que en verdad nos captaban en
todas los ángulos posibles. Le encantaban las fantasías, era todo un mirón,
siempre ideando escenas escabrosas.
Y con qué
avidez me recitaba párrafos de Romeo y Julieta, como todos los anglosajones se
sabe Shakespeare al dedillo. “¿Qué resplandor se abre paso a través de aquella
ventana? ¡Es el Oriente, y Julieta el sol! ¡Surge, esplendente sol, y mata a la
envidiosa luna, lánguida y pálida de sentimiento porque tú, su doncella, la has
aventajado en hermosura…!”
Un tipo
incorregible, como si yo tuviera que limitarme a aprobar todos y cada uno de
sus caprichos, aquella manera tan especial que tenía de entender la posesión.
–Cuando
estemos muertos nos apareceremos en este mismo salón –me dijo una vez, tras una
risotada, debía ser porque se había tomado la tercera copa.
–No digas
tonterías.
–Aquí todos los
castillos tienen su fantasma. Será un buen negocio para nuestros nietos.
Él me trae el recuerdo de su
abuelo, uno de los jefes de la masonería regional; de sus padres, que
conservaron siempre el sesgo de una clase social distinguida. De sus hermanos,
establecidos en Australia y Canadá, de la altanería con que me observaban, a mí
que apenas chapurreaba el inglés y nunca estuve en un colegio de niñas bien. Él
todavía me ve en sueños y me lee sus escenas preferidas de las tragedias
clásicas. A mí, que llevo tres años muerta.
(De Cuentos gozosos/Cuentos traviesos. Mercurio, 2017)
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