lunes, 4 de enero de 2021

Los espejos (cuento de terror)

 


En cuestión de caprichos, pocos le ganan a Brian. Obcecado escocés. Como si Escocia fuera una isla aparte del mundo y él pudiera presumir de ese nombre celta que significa "El fuerte, el de gran fortaleza". Es cabezota pero también idealista, tiene un encanto natural, una ternura a la que resulta difícil negarse. He de decir que fue un flechazo a primera vista, yo azorada en aquella cafetería que él estaba frecuentando, siempre en mi turno. Yo era la camarera y él todo un caballero, tan elegante, tan superior a una chica del pueblo llano. Te llevaré a conocer a mi familia, me anunció, y yo aplaudí entusiasmada porque siempre había querido volar a Edimburgo, conocer la historia antigua, patear los paisajes idílicos de su tierra. ¿Y quién puede rehusar la belleza de la campiña de Aberfeldy, las casas con su piedra gris, la intensidad de la campiña que te sale al paso, el club de golf, la destilería de whisky y hasta las preciosas tiendas del Square? Paraíso de verdor, una cura de reposo para quienes viven en la gran ciudad.

 Estaba empeñado en enseñarme modales, quería apartarme de la vulgaridad. No estropees el whisky con hielo ni con agua, ni pongas jamás la botella en la nevera, recalcaba frente a mi ignorancia.

Era viciosilllo y mientras estábamos en la cama le gustaba mirarse en los espejos, por eso debí encargar que cubriesen el techo con aquellos grandes paneles que en verdad nos captaban en todas los ángulos posibles. Le encantaban las fantasías, era todo un mirón, siempre ideando escenas escabrosas.

Y con qué avidez me recitaba párrafos de Romeo y Julieta, como todos los anglosajones se sabe Shakespeare al dedillo. “¿Qué resplandor se abre paso a través de aquella ventana? ¡Es el Oriente, y Julieta el sol! ¡Surge, esplendente sol, y mata a la envidiosa luna, lánguida y pálida de sentimiento porque tú, su doncella, la has aventajado en hermosura…!”

Un tipo incorregible, como si yo tuviera que limitarme a aprobar todos y cada uno de sus caprichos, aquella manera tan especial que tenía de entender la posesión.

–Cuando estemos muertos nos apareceremos en este mismo salón –me dijo una vez, tras una risotada, debía ser porque se había tomado la tercera copa.

–No digas tonterías.

–Aquí todos los castillos tienen su fantasma. Será un buen negocio para nuestros nietos. 

Él me trae el recuerdo de su abuelo, uno de los jefes de la masonería regional; de sus padres, que conservaron siempre el sesgo de una clase social distinguida. De sus hermanos, establecidos en Australia y Canadá, de la altanería con que me observaban, a mí que apenas chapurreaba el inglés y nunca estuve en un colegio de niñas bien. Él todavía me ve en sueños y me lee sus escenas preferidas de las tragedias clásicas. A mí, que llevo tres años muerta.

(De Cuentos gozosos/Cuentos traviesos. Mercurio, 2017)

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