Félix Francisco
Casanova y Luis Natera murieron antes de tiempo, el primero a los 19, cuando ni
siquiera había iniciado su juventud, víctima de un escape de gas mientras se
duchaba, actualmente contaría con 61 años. El segundo falleció a los 62, tras
un infarto en el monasterio benedictino de Santa Brígida, Gran Canaria, cuando
se hallaba en plena madurez. Son dos nombres de las letras canarias que están
siendo reivindicados de manera constante, rememorando aquella película de hace
unos años, podemos considerarlos miembros distinguidos del Club de los Poetas
Muertos. Félix Francisco se fue de este mundo dejando atrás una impronta de
genialidad, Luis Natera se marchó después de revelarnos su poesía existencial de
los mares y los naufragios. A Casanova la crítica lo considera el Rimbaud y el
Lautréamont español y se le asocia con Leopoldo María Panero; es añorado por su
temprana muerte, pero ha sido recuperado en los últimos tiempos por los
suplementos literarios y las editoriales. Nacido en Santa Cruz de La Palma en
1956 era hijo del también poeta Félix Casanova de Ayala, natural de La Gomera,
y de una mujer de la capital palmera. Al instalarse en Tenerife se convirtió en
un lector febril de autores tan significativos como Pessoa, Whitman, Eluard,
Albert Camus, Herman Hesse. Su afición
era escuchar música, incluso fundó un grupo de rock alternativo, muy adelantado
al ambiente. Félix Francisco estudiaba el tercer curso de Filología Hispánica
en la Universidad de La Laguna cuando falleció; en esos tres intensos años tuvo
tiempo de mezclarse con la intelectualidad de la isla, como los filósofos José
Luis Escohotado o Javier Muguerza, los poetas Carlos Pinto Grote o Arturo
Maccanti, los escritores Agustín Díaz Pacheco o Luis Alemany.
Tuvo tiempo para
dejar una obra visionaria, original y extraña, plasmada en logros de una asombrosa
madurez en la poesía y la prosa experimental. Siempre tengo nostalgia / de lo que no
he vivido, / la ventana se abre al frío / del ángel exterminador / y el año se
llama invierno, la sombra de mi cuerpo / flota como un cadáver. A los
diecisiete consiguió con El invernadero (1973) el premio de poesía Julio Tovar.
A los dieciocho ganó el Pérez Armas de novela con El don de Vorace (1974), brillante
parodia de El túnel, de Ernesto Sábato, que escribió en apenas 40 días cuando contaba
17 años. Un texto cargado de ensoñaciones y obsesiones, su premonición de la
muerte, que es imposible no asociar a su malogrado destino. Y es que la literatura
de este autor tenía misterio, musicalidad, fuerza contagiosa. En una breve nota
biográfica para la contraportada del libro, se definió en estos términos: Yo
soy mi propio abuelo viendo a mi infancia jugar. Cuando ganó el Pérez Armas
declaró que el importe del premio lo emplearía íntegramente en comprar discos
de sus grupos preferidos. Y un mes antes de su partida, obtuvo otro premio,
otorgado por el periódico La Tarde al poemario Una maleta llena de hojas. Babelia,
el suplemento de El País, llevó en su portada del 13 de mayo a este autor con
motivo de la publicación de sus Obras Completas, 40 años después de su
fallecimiento.
Por su parte, Luis
Natera (1950-2013), nacido en la ciudad de Las Palmas aunque fuertemente
vinculado a Telde, fue catedrático de francés y sobe todo poeta del mar, del
amor, de la reflexión, y su gran amigo Adolfo García junto con Javier Cabrera,
también poeta, han sido impulsores de homenajes y encuentros destinados a
perpetuar su memoria. Natera, reconcentrado y místico, tenía una poesía bien
elaborada, en la que solía hablar de la pérdida del espíritu en estos tiempos.
Un hombre tranquilo, casi místico diríamos, que nunca estuvo en primer plano de
los y sin embargo recitaba con voz firme, tenía estilo, depuración, calidad. Su
mujer, también profesora, de Burgos, le enseñó Silos y otros regalos de la
meseta. Natera nació en Las Palmas, 1950, pero vivió su infancia en Telde y en
la playa de Salinetas pasaba mucho tiempo: Te digo que en un hoyo / cabe el mar
/ y que no hay paraísos / salvo tú, / playa de isla / para el niño barquero.
Fue autor de libros de poemas y ensayos literarios; licenciado en Filosofía y
Letras por Salamanca, fue profesor ayudante de Español en el Liceo Louis le
Grand de París. Por Puerto de Silencio obtuvo el Premio del XXI Concurso de
Poesía, San Lesmes, de Burgos. Posteriormente fue galardonado con el Tomás
Morales de Poesía 1994, por Agrimensores de la bruma. También le fue concedido
un accésit en el Premio de Poesía Ciudad de Las Palmas por el poemario Las
horas del Ángel. Otras de sus obras son Únicamente el Alba, Conversación con mi
hijo y Memoria del dolor. Dirigió durante años la revista Cendro, era un dinamizador
cultural, un hombre generoso a la hora de apoyar a los demás. Jesús Ruiz Mesa
fue el último cronista del libro que escribió junto con Adolfo García.
Esta playa posee mi
propia luna, / cada ola es mi vida y cada tarde / cobijo de mi piel y mi fortuna.
/ Y así ha de ser, sin que haga de ello alarde, / porque es para el bebé
siempre la cuna / y para el hombre entero el mar que arde. Lo dijo así el
poeta. La isla es un espacio cerrado que, sin embargo, se expande desde la
orilla, pues el mar tiene un lado luminoso, camino que apetece recorrer, aunque
también es símbolo de la pérdida. Luis Natera fue el poeta de la melancolía y de
la reflexión del mar. “El naufragio es la base de mi última poesía, pero no un
naufragio meramente físico, sino un naufragio del espíritu, del hombre que pasa
por la Vida y que aspira a llegar a puerto como el barco, tocar una isla, o por
lo menos sobrevivir”, dijo cuando se presentó Náufrago, muerto, el libro que
publicó con Adolfo García. Natera nos dejó una madrugada, una muerte dulce. Con
su voz honda fue poeta de los microcosmos insulares y de las maguas sutiles. La
esposa, los hijos, la idea de Dios son algunos de sus ejes. La muerte como
derrota a través de una voz intimista, clásica y ensimismada. El mar como
regazo y como sepultura.
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