miércoles, 21 de octubre de 2015

Sol de Grecia


Yo, Richard Koronios, he venido a buscar la memoria. Vivo en Chicago, una ciudad repleta de gente que suele añorar la cuna. Europeos que huyeron de las guerras y el hambre, cientos de miles de polacos, de griegos, alemanes, italianos, afros. Uno de mis amigos es Andreas, vino de una aldea cercana a Cracovia y quiere hacerse cura. Cuando lo veo embutido en su blanco hábito y en su gorro me recuerda a su difunto papa polaco. Pero cuando pienso que nada de mujeres para el resto de su vida se me eriza la piel. Es curioso: Andreas y yo pertenecemos a dos pueblos que viven el rito religioso con verdadera pasión. Y, a pesar de que yo soy más bien descreído, lo respeto y lo admiro.

Este homenaje a mi padre -que nunca quiso volver a su país desde las orillas del lago Michigan- lo comencé cuando en el bochorno de julio salí de Oak Lawn y aterricé en Plaka, en las animadas calles de Monastiraki. Al lado de las columnas que aún marcan la biblioteca de Adriano, junto a las tiendas de recuerdos y a las tabernas por donde se pasean los músicos.

En la Acrópolis no esperaba otra cosa que cuanto me salió al paso. Una venerable ruina vacía, un templo sin Atenea, su diosa de doce metros esculpida en marfil y oro. Los norteamericanos estamos más volcados a la vida real, y por eso me interesa más el sol y la multitud que pasa a mi alrededor. Los olores de la calle, el sabor de la mousaka, el vino con un toque de resina, el queso, el aceite de oliva, el kebab, el pescado, las especias. Y la vida que fluye en verano como un río ardiente.

Atenas no me pareció hermosa sino vulgar. Pero el país no se puede apreciar con prisa, sino que exige una mirada atenta y reposada. No es para gente precipitada, con lo cual yo mismo he tenido que modificar mi visión.

-¿Qué tal, hijo?

Mi madre estaba al quite, a pesar de la tremenda diferencia horaria esa madrugada permaneció despierta. Y por eso mi móvil comenzó a sonar con prontitud.

-Un país blanco y caluroso. Gente que habla y ríe con fuerza.

-Eso es lo que siempre contaba tu padre.

El, Stavros, se nos había muerto el último día de Acción de Gracias. Ibamos a recibir la visita de sus dos hermanos y sus mujeres. Mis tíos le recordaban el origen, dispuestos a comer y a beber como nunca.

-Prométeme una cosa. Que no te emociones demasiado.

Mi padre me había hecho jurar que iría a Hydra para recoger un poco de su sagrada tierra y hacerle llegar el frasco que pondría en su biblioteca.

Profesor de literatura, me mostró las voces de los maestros: de Homero y Platón, de Kavafis, Seferis, Elytis, Kazantzakis. De Vassilikos, que –como tantos otros- tuvo que huir con los malos tiempos. Esos que han sido tan frecuentes en la patria de mi padre. La música del bazouki para limar las penas, la alegría contagiosa. Y la melancolía, esa tristeza que desvanece esta tierra.

-¿Por qué no viajamos un verano todos juntos?

Era la pregunta que le hacía de vez en cuando a mi padre. El me respondía con su admirado Seferis. “¿Pero qué buscan nuestras almas viajando / sobre podridos maderos marinos / de puerto en puerto?” Me decía que ansiamos llegar a Itaca, pero Itaca es sólo un sueño. Exactamente igual que Grecia. Exactamente igual que nuestro breve paso por este mundo ilusorio. Y volvía sobre los poemas: Donde quiera que viaje, la Hélade me hiere; / cortinas montañosas, archipiélagos, granitos desnudos… El poeta hablaba de la civilización perdida, de una nación que ya no es nuestra ni vuestra. Del mismo modo, la patria no es sino el señuelo de las dos mil islas, de los olivos y el pajonal bajo el trono de Zeus. La patria es un espejismo de arena blanca y arena negra como el betún, de arena roja como la sangre. Una tras otra se despliegan las islas, meteoritos encantados; sembradas en el mar, se juntan, se revuelven, ganan la batalla. Pero para contemplar la hundida tierra de los helenos hace falta tiempo, porque corres el riesgo de no verla en medio de sus columnas partidas, de sus templos sepultados. Mi padre era inflexible: había pasado el tiempo, temía la borrachera de luz del Egeo, esa embriaguez que te impulsa a quedarte anclado.

-Los Ulises de hoy son los inmigrantes que se mueven por Manhattan –insistía-. Lo peor es que hoy abundan los aventureros sin ideas, adoradores del sistema. Sólo buscan el triunfo material.

-Necesitan saciar el hambre –respondía yo.

-Hay muchas clases de hambre –contestaba-. Pero ya no existe lo trascendente. El dinero relegó al espíritu.

La gloria antigua era para él un estado de la conciencia, algo tan profundo que no podía ser violado. Pero que jamás regresaría. Nadie podría remover las recuerdos, porque esa acción tendría un efecto fatal. A lo mejor mi padre sabía que iba a morir antes de los sesenta, demasiado pronto, de una manera estruendosa. Tal vez algún oráculo le reveló que no debía volver.

-Eres tú quien tiene que rescatar la patria.

-¿Ni siquiera deseas estar en Hydra para seguir los pasos de Leonard Cohen?

-Ni siquiera para eso, hijo. Tú los encontrarás cuando entres por las callejas de casas encaladas y tropieces una y otra vez las puertas pintadas de añil. O te introduzcas en monasterios con increíbles frescos y veas que las mujeres no paran de encender velas ante los iconos.

Por esas circunstancias de la vida me alojé en el Alexandros, a un tiro de piedra de mi embajada. El mejor barrio de Atenas.

Nora me abordó en el desayuno, me vio despistado e inseguro, se sentó frente a mí con un bol de yogur bañado con miel y me preguntó cómo funcionaba la maquinita del café. Treinta años, recién divorciada de New Jersey. Descarada, insolente; probablemente en busca de carne fresca. Le traje café con una nube de leche, tal como me pidió.

-¿De dónde eres?

Compartimos el circuito por el Peloponeso. Teatros de perfecta acústica, templos vencidos, mínimas restauraciones, muy calmosas. En Olimpia llovía mientras hombres con sierras talaban los árboles exterminados por el gran incendio de agosto. ¿Aquel Zeus esculpido por Fidias que figuraba en el museo sentado en su trono no había prestado su rostro al Dios de los cristianos?

-Déjame ir contigo.

Pero no acepté. Me imponía estar solo cuando llegase a Hydra.

Dispuesto para ser el correcaminos que salta sin parar de una isla a otra porque en ninguna halla sosiego, llegué a El Pireo. Un eterno insatisfecho es quien no acaba de encontrarse, y por eso siempre busca su Itaca particular, desoyendo la sabia voz que te aconseja viajar sin meta alguna.

Hydra es un anfiteatro sin coches, burros sacados de la Biblia. No hay playas sino orillas de guijarros, callejones en cuesta, casas y patios, redes que los pescadores van desenredando para rescatar peces plateados. Bajo las buganvillas los gatos salen de todas partes con sus suaves maullidos. Las galerías de arte, las tiendas de antigüedades, las boutiques elegantes ocupan el paseo. Padre me dijo que su puerto fue muy importante, observándolo cuesta creer que allí arraigase una flota con más de cien barcos que comerciaban con Estados Unidos. Y es que Grecia es un fantasma del pasado, cimientos, esplendor perdido. Isla rocosa y estéril, sólo unos pinos en sus laderas, pajonal, yerba reseca. Piedras.

Me llevé una sorpresa cuando ella apareció. Rezongaba para levantarme cuando llamaron a la puerta. ¡Adelante!, dije, como si todo el mundo entendiera mi idioma. A decir verdad, yo estaba empezando a padecer eso que llaman el síndrome de Ulises, la inadaptación. Nadie respondió, pero la puerta se abrió de golpe.

-Kaliméra, kaliméra –soltó con una gran sonrisa.

-¿Qué haces aquí?

-¿Por qué te molesta que te dé los buenos días? ¿Qué crees que iba a hacer sino seguirte?

Qué iba a hacer sino compartir el pequeño hotel en la parte alta de la pequeña ciudad, su blanco refulgente, el jazmín del patio, la vista sobre los brillos del mar.

En el centro de la isla tomé un poco de tierra. No pude evitar pronunciar la frase ritual que tanto amaba mi padre:

-Elefthería i Thánatos.

Libertad o Muerte, ese fue el lema de la larga lucha contra los ocupantes. Sus nueve sílabas definen las franjas de la bandera. Cerré los ojos, hice una ofrenda a la memoria de Stavros Koronios, el hombre que  nunca olvidó.

Ya va para dos meses que vivimos juntos. Dejó su puesto en Washington y se vino conmigo a Boston, yo conseguí superar las pruebas para acceder a Harvard. Mi madre está que se sube por las paredes, pero ojalá acaben haciendo buenas migas. A fin de cuentas, cualquiera necesita una diosa que lo siga amamantando.

Me acordé de las tumbas de Olimpia, sus lamparitas encendidas toda la noche. También soñé que moría en una isla del Egeo mientras miraba más allá de los olivos y los naranjos, de los oscuros cipreses y los pinos deshilachados de la costa. En realidad no era una muerte, sino un renacimiento. Invoco a Apolo Protector, y una y otra vez escucho lo mejor de Theodorakis, ese tema tan ligero: An Thimithis To Oniro Mou, La luna de miel. Ya sé que nunca regresaré al Edén, aunque Nora se empeña en recordarme que ya vivo en el Olimpo.

(Del libro de relatos "Los dioses palmeros". Ediciones Cajacanarias)

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