miércoles, 31 de octubre de 2012

Isla-Machine (1973)

Según las últimas conversaciones, el olor a pescado podrido que se sintió ayer en la ciudad estaba producido por los cadáveres de multitud de peces que abandonaron asustados el agua y se adentraron en la arena huyendo de no se sabe qué extraño temor.
Por si fuera poco llovió temprano, estuvo lloviendo todo el día y de pronto bajaron miles de nubes de la cumbre y las montañas fueron cubiertas por densas concentraciones de aire. Se borraron los cines y los restaurantes y los bancos de la plaza bajo el telón de agua y, mientras los obreros del rebacheo se refugiaban en las lonas pardas, los mercados se cerraron y las farmacias agotaban las existencias de salvavidas, igual que los autoservicios del puerto. Todo fue inútil.
Hizo calor, una humareda pegajosa que evaporaba las gotas de lluvia nada más recién caían, en tanto por todo se expandía aquel nauseabundo olor a pescado corrompido que originó tantas sinusitis en los laureles y loas adelfas del paseo. Empezaron a trabajar los sajorines de tierra adentro, las brujas que quedaban y los curanderos más experimentados decidieron reunirse en asambleas para deliberar acerca de las medidas más convenientes que debían aplicar ellos mismos ya que la ciudad estaba sin autoridad, los guardias desaparecieron, los yips armados tenían las gomas deshinchadas y los depósitos de gasolina se agrietaron sin que se pudiera recuperar una sola gota de carburante. Entre las pocas cosas que quedaron en pie contaban las inscripciones desvaídas de amarillo y verde cinabrio de los bustos de poetas muertos en los últimos siglos.
No se supo por qué, pero la radio seguía transmitiendo y a eso del mediodía comenzaron los primeros boletines sobre la situación, en principio surgieron hipótesis desquiciadas de que iba a reventar otra isla y por eso el mar se ponía incandescente y el calor forzaba a los peces a salirse del agua para refrescarse inútilmente en los caminos de arena. No había a quien preguntar y por eso decidí subir en ascensor hasta el edificio más alto de la vieja villa fortificada del norte con objeto de apreciar si de verdad se levantaba un nuevo trozo de continente pegado al océano, estuve en éxtasis mientras la radio sonaba La Playa, tan bien cantada por Marie Laforet con sus primorosos ojos verdes. Estaba tranquilo. Había decidido morir como los peces y dormir la última agonía con las retamas amarillas de la cañada.
Entretanto, las bandadas de palomas no se cansaban de revolotear en torno a un mismo punto imaginario y la lluvia adhirió cuajarones de agua en las hojas de plátano. Y de fondo el maldito olor a pescado pudriendo el aire desde la torre de control del aeropuerto hasta la última vereda del monte, y un calor de asfixia que mató las guaguas perreras, las señoras de las tiendas de zapatos, los vendedores machacones del prociegos y las pandillas de mozalbetes metiendo ruido a lo largo de la rambla.
Fue como si hubieran dado el toque de queda.
No quedaron siquiera escritores para cronicar la muerte de la isla. Sin embargo, La Voz del Poniente continuaba sus transmisiones por la onda normal; no podía adelantarse aun nada relativo a las decisiones adoptadas por la asamblea y se especulaba de buena fuente con que el asunto fuese declarado de secreto nacional y nunca se volviera a hablar de él. Algo tendrían que decidir, porque el esqueleto cenizo y deshuesado de la ciudad seguía en pie para cumplir como aposento y cloaca. Y no podía quedar inservible, sobre todo ahora que los planes de urbanización se habían tragado los últimos castillos de piedra que quedaban desde la época de la invasión.
El receptor hablaba ya muy poco y cada vez con más interferencias ininteligibles. Atardecía en picado y el cielo cayó de bruces sobre el horizonte.
Llegué  jadeando a la playa, trataba de aprovechar los últimos resquicios de luz. Permanecí a duras penas taponando la boca y los demás orificios y aun así sed me colaba por los ojos y las orejas el olor a pescado muerto.
Había millones de especies; de panza plateada y aletas rojas, dientes agudos como limas y colas de cobre. Apiñados como hormigas suplicaron con ojos yertos el último perdón al viejo Jacob que bajó del corazón del Teide con la vara de los juramentos aborígenes, el antiquísimo cayado para suplicar lluvia sobre la tierra resequida.
Luego que el anciano Jacob extendiera su bastón sagrado sobre las aguas pronunciando los exorcismos tribales salió una luna enorme al noroeste y creció una brisilla perfumada desde mar adentro, que amainó el sofoco con olor a brezo. La luna se orlaba de un halo rojizo, señal de próximas y generosas lluvias según el código de los catorce reinos elaborado siete siglos antes por los hombres más viejos y sabios de la isla.
Aquella fue la noche más luminosa que había bajado de las entrañas del espacio y, aunque sin pastores que los guiaran, los rebaños de ovejas, cabras y cerdos encontraron a la perfección sus caminos abiertos en los altos más tupidos del monte.
Jacob insufló aire a una docena de toninas, a las que encargó formar una balsa para inspeccionar el horizonte más allá de La Punta y desvelar los presagios de los tres continentes que rodean el espacio cercado de la isla. Apuntaba el primer trineo del alba y Jacob no volvía de su viaje. Mis manos estaban ensangrentadas de enterrar tantos miles de peces en una enorme fosa común, sus pieles fláccidas como los senos pasados se escurrían entre los dedos y las aletas dejaban un halo púrpura entre las uñas.
Cuatro minutos más tarde la radio tranquilizó al viejo Jacob, no ha habido motivo de preocupación. La conjura pudo ser derrotada y volverán los peces al agua si Jacob renunciaba para siempre al bastón sagrado.
Neptuno acogió en su seno el privilegio y todo volvió a ser como siempre.

(De “Aislada Orbita”, Inventarios Provisionales, 1973. Primera antología de textos de la narrativa canaria de los 70, con Luis Alemany, Santiago Alonso, J.J. Armas Marcelo, Rafael Arozarena, Juan Cruz Ruiz, Alfonso García-Ramos, Luis León Barreto, Alberto Omar, Víctor Ramírez, Emilio Sánchez Ortiz, Rafael Franquelo)

1 comentario:

  1. La lectura de este breve relato abren el apetito...A ver si me hago con el libro..que me imagino que habré de hallarlo en alguna librería de viejo lo así...Gracias por estas pinceladas, Luis...un abrazo

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