jueves, 1 de marzo de 2012

El trío

Nunca se habría imaginado Rudolf que su único hijo varón habría de salirle trotamundos y explorador con tendencias místicas, un anarquista con vicios de gente fina. Pero ni siquiera la obstinación de su madre logró retenerlo cuando emprendió travesías de exploración interior a la India y Pakistán, empeñado en capturar la luz del nirvana, que según su personal apreciación sólo podría obtenerse con el viaje hacia uno mismo. Cuando tenía diecinueve, a Günter no le interesaba lo más mínimo la fábrica de textiles que su padre había fundado para él en Bangla Desh sino tan sólo el encuentro interior, la purificación de su kharma. Pero algo debió sucederle cuando en Nueva Delhi trabó conocimiento con Britta Odenbach, medio alemana y medio inglesa, y con ella decidió embarcarse en un entusiasta periplo a Creta, y enseguida otro a Marrakesh. Playas multicolores, días empleados en degustar todas las formas de la pasión. Un día en la gran plaza del mercado mientras contemplaban a los encantadores de serpientes y a los contadores de historias, a los aguadores y los cantantes, se les presentó un conocido: el espigado Oliver Vom Bruch, el austriaco embaucador de ojos azules que en la embriaguez de la primera noche les sugirió un nuevo viaje. Y aquel curioso trío –Günter, Britta y Oliver- prosiguió sus búsquedas en largos recorridos por las costas semidesiertas y las montañas desnudas de Fuerteventura, barranqueras y planicies, acantilados rugosos y plantas miserables azotadas por el viento. Permanecían muchas horas dentro del agua, incluso aprendieron a amarse mientras cogían olas. Al principio Günter y Oliver se la disputaban a empellones, pero les enseñó a poseerla siguiendo rigurosos turnos. Les resultaba tan divertido hacerlo entre chapuzones y ahogaduras que parecían embrujados por el fresco océano, con su fuerte salinidad, su impregnación de algas. La arena que pisaban era de una tonalidad blancuzca, compuesta por minúsculos granos que no cesaban de acuchillar el rostro. Y ellos eran jóvenes con ganas de vivir que recorrían pedregales donde a lo sumo crecían higueras descarriadas, palmerales semejantes a oasis en medio de la nada. Escalaban elevaciones que semejaban nidos de gaviotas y pardelas, desafiaban acantilados que cortaban como pinchos y se sumergían en las aguas nítidas de los islotes, donde las manadas de lobos marinos constituían sólo un recuerdo. Eran muy distintos: uno con ataques de soberbia, el otro con tendencia a ensimismarse; juntos formaban un pequeño batallón dispuesto a compartir cuanto la vida les brindase. Y Britta fue el imán que los mantuvo férreamente unidos, el centro de sus mañanas, sus tardes y sus noches. Durante semanas compartió con ellos aquel flujo de vida inagotable, unidos por el alcohol y el deseo hasta que dio con su pista el detective contratado por su padre, y no tuvo otro remedio que decirles adiós. Sin ella, Günter y Oliver discutían con facilidad. Se recriminaban, se zaherían mientras cabalgaban las formaciones de dunas y las llanuras donde crecían los tomateros, las orillas de escuálido matorral y los arenales removidos por el viento. Aquel archipiélago era algo hechicero: se insinuaba y en cuanto el recién llegado comenzaba a degustar su savia le generaba una dependencia de la que difícilmente lograba escapar. Ya lo habían sentido Günter y Oliver cuando reconocían el terreno; visitaban incluso los peñones desérticos que eran un paraíso para la pesca submarina, trepaban por los riscos, estudiaban los miradores, se familiarizaban con las lavas y comprobaban que cada isla era una fortaleza particular, una balconada a veces complaciente, a veces arisca como una empalizada de pencas de chumberas, con sus diversos microclimas: tierras rojizas que acogían castaños y nogales en las medianías, litorales de balos y cardones, aires tibios y ciertas destemplanzas. -Tenéis que dar el salto. Dejad de ser niños. Tan sólo eso les dijo en la única carta que les envió desde Londres. Ella tenía su misma edad pero era más sabia. Desalentados por su ausencia, los dos competidores acabaron sus días una noche de noviembre en que la borrachera los fue sumergiendo en aquella playa embrujadora que los atrapó sin remedio, era la madrugada y ella, abrazada al mar, los estaba llamando para coger olas. (De “¡Mamá, yo quiero un piercing”, relatos. Ilustración de George Grosz)

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