lunes, 18 de septiembre de 2017

4 fragmentos de Isaac de Vega: el mar, la aridez, la soledad

"Por el horizonte vienen unas nubes oscuras. Observa, con angustia, cómo el aire se corrompe, cómo se hace denso, enturbiándose. Ya no parece sino una sucia masa de agua cenagosa, que se le introduce por la nariz y por la boca y no le deja respirar. Cada vez más, va sintiendo la angustia desesperada de la asfixia y cómo el cieno se introduce en su cuerpo, con embates amargos, de fuego...
Abre los ojos. Tinieblas. Estaba en el fondo del mar, un mar oscuro, tenebroso, con una lucecita lejana que aumenta su terror. Estaba pegado al techo, como el otro ahogado. Hizo un último esfuerzo desesperado, tirando con ambas manos de la grieta que había logrado abrir en la cubierta. Toda ella se vino abajo, deshecha, enturbiando el agua y, como quien rompe un cristal, se encontró bajo el firmamento. ¡Cuánto aire y cuánta serenidad!

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Aquella mañana se encontró, sin saber cómo, atravesando un paraje solitario, sin bullir de vida, ni siquiera del viento. Iba ascendiendo una larga pendiente, falda de una montaña antigua y desgastada, de sucia tierra amarilla y piedras blanquecinas. A ratos, al abrigo de las peñas, aparecían algunos matojos de hierba reseca y matorrales sarmentosos. Tenía la sensación de muchas horas de marcha. Entonces sentía cansancio y maravilla, porque dentro de su agotamiento vislumbraba un manantial de energías ignorado.

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Es más de medianoche. Las estrellas lucen claras en el firmamento y su débil claridad se levantan bruscos y negros los accidentes de la costa. Dentro de poco saldrá la luna. Entonces tendrá que salir. El mar está quito, negro y manso, amenazador y frío en su quietud, sin fin hacia el horizonte, agobiante con su masa enorme. Apenas si unas leves ondas chapotean en la playita y, de tarde en tarde, ponen una roseta blanca en torno a las rocas cercadas. Más lejos, la costa se adentra bruscamente en el agua en una punta audaz y afilada. Allí tiene que ir.

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Al amanecer despertó protegido por la cubierta de tejas de un pajar. La débil luz entraba fría a través de los huecos de las puertas. Fuera se distinguían unos arbolillos repartidos sobre el terreno cultivado. Más lejos, la neblina mañanera cerraba el horizonte. Volviendo en la paja su dolorido cuerpo, tornó a dormirse.

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La casa estaba situada en una pequeña explanada, en rededor de la cual aparece el terreno dividido en trozos de diversos cultivos. Al frente, un poco distante, brillaba el mar. El resto queda oculto por una ondulación del paisaje y por una pequeña colina. La casa es pequeña, muy antigua, adosada al pajar donde pasó la noche, de paredes desconchadas que mostraban el barro y las piedras con que fueron construidas. Dentro, la azotea de mortero de cal está sostenida por gruesas vigas ennegrecidas.

(De Fetasa)

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