sábado, 2 de julio de 2016

Domingo Rivero, en su "oficina del mar"

Por Antonio Puente
 
 
(*) Domingo Rivero continuó la tradición de Bartolomé Cairasco, único hasta el momento en la vinculación de su obra y su figura a la ciudad fundacional
 
           
 
Era lógico que sus jóvenes pupilos modernistas, todavía asdolescentes al finalizar el siglo, escoraran sus versos hacia el incipiente y pujante Puerto de la Luz. Tomás Morales, pionero en el cambuyón de las metáforas, le canta frontalmente, casi subido al noray y a las propias cubiertas. Y, más claroscúricos y agridulces en sus poemas, Alonso Quesada y Saulo Torón desempeñaron, incluso, su actividad laboral en torno al Puerto, en sendas compañías británicas. Pero al maestro y mentor silente, Domingo Rivero (Arucas, 1852 – Las Palmas de Gran canaria, 1929), “Don Domingo”, le cogió aquella modernez ya al borde de su cincuentena, la misma edad en la que se inicia a la escritura, y para él fue, más bien, un acicate inverso, que le condujo al repliegue en su barrio de Vegueta, a sembrar con más ahínco sus “espigas ideales” junto al Guiniguada, y repartiéndolas por el camino, desde su sombrero de hombre callado y alto, en su trayecto cotidiano al Muelle Viejo de San Telmo.
El escoramiento portuario de los jóvenes modernistas resultó ser, grosso modo, un viaje sin retorno en las letras insulares. También ellos le cantaron episódicamente a “la ciudad comercial” (Morales) o al “casco viejo” (Torón), o, de un modo más integral, Quesada puso a deambular su nocturno e implacable ojo escrutador por la ciudad al completo. Pero la semilla germinal que ellos mismos plantarían al otro lado del istmo, en Las Canteras, crecería irreversiblemente con el devenir del siglo, y especialmente en la segunda mitad, cuando, al rebufo del crecimiento turístico, el furor por ligar bronce daría al traste con el antiguo prestigio de preservar marfil… Se ha convertido ya en la playa de los voladores de las hogueras fundacionales de San Juan, que abarcan desde la luminosa Punta Brava, junto a la Peña de la Vieja, forjada por Manuel Padorno, a la nocturna Puntilla, que, pese a su tranquilidad aparente, tintinea en la inquietud de un posible apostamiento y naufragio –desde “el sumidero atlántico”- a la mirada de Eugenio Padorno. Dos maneras complementarias, en el fondo, como el yin y el yang (blanco sobre negro de las hogueras nocturnas en la playa) de enfrentar el indeleble verso incontestable de Quesada: “Y el mar como invitando a lo imposible…”.
Pero los voladores provienen del casco fundacional (tal vez desde la misma plaza de Santa Ana que, no en balde, al aire se echó a volar). Parten –antes de llegar a pasar el trébole portuario- de aquella resistencia veguetiana de Don Domingo, cuya obra y figura permanecieron prácticamente inéditas hasta los años 90 del siglo pasado -¡casi una vida entera más, tras su defunción!-, cuando las rescataron del olvido los mismos hermanos Padorno, con denodado esfuerzo de glosa y contextualización, para desembocar en la feliz creación de su Museo, de la mano de su nieto, José Rivero, hace apenas cuatro años.
Tan sólo Bartolomé Cairasco de Figueroa  (Las Palmas de G.C., 1538 - 1610), el poeta fundacional de la lírica canaria, había construido su hábitat personal y literario en torno al naciente Real de Las Palmas.  Y es curiosa esa exclusiva coincidencia, pues no es para nada ocioso afirmar que el mismo papel pionero que aquél desempeñó en el tránsito de los siglos XVI a XVII, lo desempeña Rivero para la renovación poética, en el tránsito de los siglos XIX a XX. Les asiste a ambos una misteriosa proyección innovadora, que se muestra (al menos desde la perspectiva isleña) como surgida ex nihilo; y sus tan opuestos talantes poéticos coinciden, sin embargo, en universalizar al máximo la estricta materia que les circunda y ciñe... No como una mirada superpuesta, sino, en ambos casos, como una necesidad de distensión, partiendo de una genuina concepción de lo universal como lo local sin paredes. Son los dos poetas fundacionales de la ciudad fundacional. Sus mismos oficios, como Canónigo de la Catedral y, cuatro siglos después, como Relator de la Audiencia, respectivamente, son una formidable metáfora de un proceso de secularización paralelo al de sus propias obras. Ambos desde Vegueta, Cairasco lanza sus campanas al vuelo, para, a vista de pájaro,  avizorar la totalidad insular; mientras que Rivero se repliega sobre sí y vincula la ciudad a su propio cuerpo… Pero, a la postre, ambos desembocan en el mismo mar de la bahía; pues las campanas de la catedral (poética) de Cairasco (como en la célebre letra de la canción de José María Millares) “repican, repican al mar”, y, en el caso del cuerpo (poético) de don Domingo, todo desemboca en su incólume verso “Mi oficina da al mar” (insuperable signo para nombrar al hombre-cuerpo insular encajado en el recinto isleño).
"Aquí mandé afirmar mi nao", dirá Cairasco de la Isla en su emblemáticoTemplo militante; "(En ti) hice mía mi parte...", señalará Rivero de y a su cuerpo, en su emblemático Yo, a mi cuerpo...  Son dos soportes perfectamente reversibles: Templo y Cuerpo, los dos hogares de máxima intimidad equivalentes en sus imaginarios respectivos, y que, en última instancia, remiten a la ciudad histórica misma.  Cairasco mira de arriba abajo, desde el campanario de la catedral; "... Aquí mandé lanzar al hondo piélago, / para afirmar mi nao, tenaces áncoras, / a la parte do está la peña cóncava"; y Rivero, por su parte -anónimo, inédito, postrero-, tal vez desde la sima seca del Guiniguada, sabe que no puede ya sino invitarnos a mirar lo mismo de abajo a arriba, en esenciales sinécdoques: "Piedra que tienes la tristeza austera / de las patrias montañas", dirá en su paradigmático poema “Piedra Canaria”. Se agacha a recogerla: la observa, la palpa; tiene los pies ("mis pobres pies cansados") clavados en el lugar exacto del mismo plano de Cairasco: la hondonada de la peña en el piélago, y reconoce en ella al humilde pero certero canto con que prolongar ("Oscura piedra; fibra duradera / de robustas entrañas", se inicia ese poema) el Templo de la tradición poética cimentada por Cairasco. Y, genuflexo en él, dará cuenta del cuerpo escindido del alma como un caro signo contemporáneo.
Tan sólo un zoom en el visor, o en el ojo avizor, separa, en conclusión, la mirada sobre el objeto poemático del fundador de la lírica insular de la de quien la refunda para su modernidad (no sólo el Modernismo). El Cuerpo del relator (escindido, a la interperie) se cobijará, finalmente, en el Templo del canónigo, y ambos espacios habitables son trasuntos de la Ciudad y la Isla (de la Poesía, también). Para decirlo con sus imágenes respectivas, ha ocurrido que "el promontorio del mar cerúleo" se acota ahora en que "mi oficina da al mar"...  "Dios es conversable", señaló Cairasco; pues "mi cuerpo" también: debe de ser parte de Dios, parece apostillarle Rivero....
No es lo mismo, desde luego, erigirse en un precursor muy tempranero de todo un Movimiento poético, como hace Cairasco con el barroco, que asistir a un y silente y apesadumbrado cierre de compuertas, como hará Rivero con la retórica romántica y regionalista que dominan el ambiente, y acometiéndolo, además, a una propia edad tardía... Los diversos tomos de El templo militanteven la luz, a principios del XVII, en las mecas editoriales de Valladolid y Madrid, mientras que Rivero no publica un solo libro en vida...  Y frente a las grandes gestas biográficas documentadas en Cairasco, uno de los atributos recurrentes para designar a Rivero es el de "poeta sin biografía". Sus poesías coinciden, sin embargo, en sus respectivas procedencias de un bagaje europeo, que les acrisola la reflexión sobre el entorno insular, tras el retorno. Ambos afinan sus catapultas desde un rotundo Yo poemático que, paradójicamente, se afirma en el espacio de un modo impersonal... Aunque mucho más arduo resulta seguirle los pasos, desde luego, por la única senda de la escisión (poética) y el silencio (militante), a quien no nos ofrece muchas más pistas que esta somera conclusión: "Sólo mi sombra caminó conmigo"...
Probablemente, esa última sentencia es su más cabal relato biografíco. Pues, tan sólo en su ahora centenario poema “Viviendo” (1916) agrega una sumaria y sucinta cuenta de algunos datos de su vida. El funcionario Relator de la Audiencia Territorial de Las Palmas, nombrado después,  precisamente por su condición de decano, Secretario de Gobierno, nos explica: “Mi oficina da al mar. Desde la silla / donde hace 30 años que trabajo / las olas siento en la cercana orilla / de las ventanas resonar debajo”. En ese escueto poema, muy inusualmente, nos ofrece alguna anecdótica información autobiográfica: 30 años en la misma silla cercana al mar. No hay más, salvo el hall del mar y Vegueta misma, la ciudad orgánica en que se mira.
Con el sumo desconsuelo de albergar ya más preguntas que respuestas, el maduro poeta se refugiará en el canto a sus enseres predilectos, devenidos en humanos amigos: "Los muebles de mi cuarto", "la silla", "mi oficina", "mis versos"... Son el corolario de la devoción que rendirá, a la par, a sus seres queridos, a quienes mira, a la postre, con compasión, enhebrados, como están, de incomprensible carne marchita, y vivaqueantes, al igual que él mismo, por la hondonada de la peña en el piélago, que si en el origen fue el fértil valle selvático de Cairasco, ahora es "el páramo africano" (en el poema "Unamuno").
En resumidas cuentas, su repliegue veguetiano, en torno a su cantado Muelle Viejo,  junto al escepticismo que le inspira el incipiente Puerto de la Luz, es un aspecto que nos hace profundamente cercano a Domingo Rivero. Son sus peculiares reticencias al mito del progreso, que lo convierten en precursor de una cierta conciencia crítica para la preservación del medio. Mira con cierta ojeriza la rápida e incesante transformación. No vive el entusiasmo de aquellos jóvenes, sino que, más bien, percibe como una amenaza ese nuevo boquete mastodóntico por el que presiente la inminencia de un fraudulento carrusel en el vacío; desde el cual, o bien partirá "la nave" hacia "el horizonte que jamás alcanza", o hacia el cual, de llegar a puerto la nave, "lo mezquino / podrá el hombre alcanzar sobre la tierra / si logra abrir a su ambición camino"...
Como nos previene en su poema "El hidroavión", "El riesgo hacer más pequeño / mañana será el problema". Pero, cada vez más explícito, en su homenaje “A la memoria de don Juan León y Castillo”, el insigne ingeniero que llevó a cabo la obra del Puerto de la Luz, Rivero representa el majestuoso dique como el lomo de un mastín que, entristecido, se despide de su amo moribundo lamiéndole la mano. Es la escisión del hombre y su obra -y en última instancia, su sí mismo- en aras del progreso. En otro de sus sonetos emblemáticos, “La victoria sin alas”, el anciano don Domingo que, durante décadas, ha caminado cotidianamente hasta el pequeño Viejo Muelle de San Telmo buscando inspiración, definitivamente subraya: “Y surge sobre la roca el Puerto de Las Palmas. / ¡Es la victoria! Pero... las alas que arrancamos / a la Diosa han caído también de nuestras almas”. El resto es su archiconocida humildad, por estos lares inusitada: “Soy el mejor poeta de mi calle, aunque, / la verdad, mi calle no es larga”.
 
(Texto enviado por el Museo Domingo Rivero, Las Palmas de G.C.)

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