martes, 14 de julio de 2015

La monarquía y el referéndum sobre la República

Suele decirse que entre nosotros no existe un sentimiento monárquico arraigado, y que las nuevas generaciones, faltas de empleo y desencantadas con el actual modelo de sociedad, tienen más simpatías hacia una fórmula republicana que hacia la monarquía, que en tantos siglos de permanencia apenas ha dado ejemplos de honestidad y servicio a la ciudadanía. A Felipe VI le correspondería devolver la dignidad económica, mantener la unidad y, sobre todo, afrontar una nueva forma de entender la institución, con mayor transparencia, con fiscalización del gasto  de la Casa del Rey y con alejamiento de cualquier atisbo de negocios familiares, pelotazos financieros y corruptelas, tan habituales hasta hace poco. Frente al descrédito de los últimos años de su padre, el joven monarca está remontando en las encuestas de opinión y con él la institución monárquica escala posiciones desde la pérdida de confianza en la que había caído, pues formaba parte del amplio arco de las corrupciones nacionales.
Los españoles no son verdaderamente monárquicos como pueden serlo los británicos, pero han sido juancarlistas en la medida en que el Rey restaurado por Franco supo traer una monarquía parlamentaria y una práctica democrática con la que soñaban las mayorías a la muerte del dictador. Está claro que la institución no está tan consolidada aquí como en el Reino Unido, Holanda, Bélgica y los países nórdicos. La historia nos dice que en esos lugares los Reyes aprendieron pronto a hacer cesión de poderes, a erradicar el absolutismo, a gobernar de acuerdo con los sistemas parlamentarios, mientras que España debió soportar a monarcas tan nefastos como los absolutistas Carlos IV o Fernando VII, o tan poco ejemplares en su conducta como Isabel II, que dejaron probados ejemplos de desvergüenza. La revolución liberal de 1868 mandó al exilio a Isabel II y trajo más tarde el proyecto de instauración del monarca italiano Amadeo I de Saboya, con cambio de dinastía incluido, pero el experimento fue abortado porque las fuerzas representativas de la España Negra asesinaron al general Prim, con lo cual hurtaron la posibilidad de una monarquía  representativa y dialogante. El proyecto de la I República, con cuatro presidentes en un año y arraigo del cantonalismo, no trajo paz ciudadana y cuando el general Martínez Campos instauró la Restauración irrumpieron personajes tan poco valiosos como Alfonso XII y Alfonso XIII. El resto ya lo conocemos: a un país pobre y analfabeto llegó la II República y la aciaga guerra civil.
Quienes tenemos ideales republicanos no podemos dejar de considerar que tras la proclamación de Juan Carlos I nuestro país ha conocido etapas de bienestar y paz ciudadana poco habituales, y que con Felipe VI la institución está superando la caída que padeció hace poco en la opinión pública. La Reina Letizia es hábil y tiene buena presencia y además, como señalan los expertos en comunicación, esta nueva monarquía brilla en la prensa del corazón gracias a la presencia de las dos infantas: Leonor, futura Reina, y su hermana Sofía.
La dinastía de los Borbones, instaurada con Felipe V como rey reformador y alumbrada con Carlos III, acaso el mejor Rey de nuestra historia, fue expulsada dos veces de nuestro país. La primera con Isabel II y la segunda con Alfonso XIII. En base a la Constitución de 1978 esta familia de los Borbones volvió a asumir la Jefatura del Estado, trajo consigo una transición que nos colocó entre los países más evolucionados y ahora Felipe VI es consciente de que su comportamiento en base a la ejemplaridad y la exigencia podría garantizar la continuidad dinástica. La retirada del título de Duquesa de su propia hermana Cristina demuestra su talante y su capacidad de decisión, en cuanto es consciente del daño que la lacra de la podredumbre ha incrustado en el Estado. La revocación del uso del Ducado de Palma, otorgado en su día por Juan Carlos I a la infanta Cristina y disfrutado como consorte por el ex deportista Iñaki Urdangarín, constituye una prueba más de la preocupación por el acertado cumplimiento de sus funciones, pero pone también de relieve las lagunas constitucionales para impedir que lleguen al trono personas no dignas de ceñir la Corona. Hace tiempo que la infanta tendría que haber renunciado a sus derechos sucesorios para ella y sus descendientes, pero en vez de eso ha planteado su desafío. Está claro que el automatismo hereditario resulta peligroso y es uno de los principales “peros” con que la monarquía tropieza cuando es analizada por las nuevas generaciones, esas nuevas generaciones que padecen el mayor índice de paro juvenil de Europa y que, pese a su alto nivel de cualificación, están abocadas a emigrar hurtando a su país el esfuerzo regenerador que se espera de la juventud.
Ahora que se aboga por una segunda transición, el joven Rey ha de encauzar los sentimientos de descontento de las periferias alentando una futura reforma de la Carta Constitucional para dar mayor aliento al espíritu federalista que aleje los pronunciamientos de Artur Mas y otros políticos empeñados en seguir la estela de aquel Ibarretxe que desde el País Vasco pretendió también romper la unidad territorial. Con todo ello, los españoles perciben de nuevo que el Rey puede ser el símbolo de la cohesión y la estabilidad institucional, amagando cualquier empeño rupturista. De este modo, políticos como Pablo Iglesias procurar ir centrando su discurso, atenuando pronunciamientos que signifiquen una gran convulsión social.
Si Felipe VI continúa ejerciendo de símbolo de integridad y coherencia, si la economía vuelve a traer trabajo y pan para las mayorías, si se busca una puesta al día del texto constitucional de 1978 con alguna reforma de las funciones de las autonomías y la regulación de instituciones tan aparentemente faltas de contenido como el Senado, esta realeza puesta al día podría dejar sin muchas garantías de éxito un futuro referéndum sobre Monarquía o República que no van a plantear los partidos mayoritarios, pero que sí permanecerá en la declaración de intenciones de algunas fuerzas emergentes. Y que, en todo caso, debería celebrarse.

Las próximas elecciones van a suponer también un termómetro para la capacidad real de alternancia que traerían las nuevas formaciones alejadas del tradicional bipartidismo. El ir hacia la conformación y consolidación de cuatro fuerzas de ámbito estatal tampoco es una mala noticia para los tiempos que se avecinan, con mayor pluralidad y alejamiento de las fórmulas de mayorías absolutas, que se han evidenciado como malas consejeras en tiempos revueltos. Unos tiempos próximos en los que, además de una institución útil y ejemplar, los ciudadanos esperan políticos más honrados que los que hemos padecido recientemente. Y, como se dice en la misa, así sea. 

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