Desde 1923 Tijarafe, en La Palma, celebra cada 7 de septiembre una fiesta singular. El Diablo, tan perseguido en la antigüedad, tan culpable al que llamaban El Maligno, aparece aquí como un seductor. Un Diablo juguetón que invita a bailar y es tan llamativo que los jóvenes descamisados desafían el chisporroteo de su cuerpo acercándose demasiado, de modo que tiene que haber un cinturón de protección para que no lo tiren al suelo. El Diablo representaría el lado perverso de la condición humana, no somos ni malos ni buenos por naturaleza pero para algunos el Diablo personifica todo lo malo: la desgracia, las epidemias del sida o del ébola, Hitler, el cambio climático, las guerras, los crímenes, hasta el enriquecimiento de algunos políticos o los abusos de bancos que desahucian a quienes no pueden pagar una hipoteca por quedarse sin trabajo. Dios y su antítesis, el Diablo, viven dentro de nosotros igual que la bondad y la perversidad, la violencia y la compasión, la fealdad y la belleza, la paz y la guerra. El Diablo en la plaza con su derroche de fuego y su estruendo vendría a ser una imagen de los terrores del infierno, de ese panorama dantesco que aguarda a los pecadores sin remedio. Pero este Diablo fuma un puro, lleva un pendiente, invita a divertirse.

Esta
fue una isla pobre, mal comunicada, con ásperos Caminos Reales en vez de
carreteras, con oscuridad en vez de luz eléctrica. Tal vez por la sensación de
lejanía y desamparo proliferaron las cruces protectoras, cruces y santos en sus
urnas en los caminos, en las montañas, para recordar a los muertos, para dar
seguridad a los vivos. Isla abrupta, vertiginosa, con acantilados fieros y
barrancos en los que se desriscaron más de cuatro. Había temor a cruzar de
noche las lomadas y se contaban historias de miedo, historias de aparecidos. Y
tal vez para vencer esa idea de indefensión y fatalismo nació este Diablo
festivo, burletero, que traía voladores y bengalas, vino y baile, pura
diversión de un fuego protector.

El
noroeste de La Palma no existe, tal es la percepción que todavía se tiene.
Porque el Noroeste es todavía soledad e incomunicación, y olvido de las
Administraciones. Solo se sembraba de secano: cereal, habas, chícharos, viña,
papas, frutales. Siempre mirando al cielo, siempre atentos a las cabañuelas.
Cuando llegó el agua asomó La Prosperidad, con la célebre cooperativa empezó el
progreso.
Viví
mi infancia en Los Llanos de Aridane con visitas frecuentes a ese territorio
fragoroso y áspero del pueblo, con mi madre subía por las lajas del Camino Real
de Tinizara entre brezos, tagasastes, codesos y amagantes, bajábamos hacia la
costa desde Aguatavar para secar higos y tunos en la costa. Mi abuelo Felipe
vivía en lo más alto de Tinizara en completa soledad, tan solo acompañado de lo
que llamaba “las sabandijas”: carneros y ovejas, cabras, cochinos, un lagar, un
viejo horno para hacer tejas. Mis dos abuelos fueron a Cuba muchas veces,
fueron pobres y volvieron pobres pero sabiendo décimas, contando historias de
zafras de caña y plantaciones de tabaco. Y a un tío mío lo mató un provocador
llamado Remigio en una Fiesta de la Cruz de Tinizara, antes de la guerra civil.
Se
cumplen 500 años de la primera referencia al lugar, ya en 1514 existe
constancia de alguna vecindad. Fundamental en la consolidación del pueblo ha
sido su iglesia, con su delicada Virgen de Candelaria venida de Flandes y su
original retablo del altar mayor. Hubo muchos pobladores de Portugal, por eso
abundan las palabras y los apellidos de allá. Incluso la masonería nos hace
aquí un guiño, pues en el primer peldaño que sube al campanario hay símbolos
masónicos.
Si
Juan Pablo II dijo que el infierno no existe, sería tan solo un espacio mental,
el estar apartados de Dios, el papa alemán, Benedicto XVI, discrepó años
después. Sea como fuere, haya infierno o no, nos espanta y a la vez nos atrae
la figura de un Lucifer venido a la Tierra, un ángel caído que exhibe el
poderío de su fuego y de su azufre. Y nos tranquiliza saber que desde hace casi
un siglo ha sido derrotado por la Virgen de Candelaria, con lo que, después de
la aparente trasgresión, este pueblo humilde y emigrante recupera el orden
cotidiano. El sol sale de nuevo y la Virgen reina en el altar mayor.