domingo, 10 de noviembre de 2013

Un paquete de gofio intervenido por la CIA (¡estos yankis con su espionaje!)

José M. Balbuena

Los responsables de los Estados Unidos de Norteamérica están tan susceptibles y desconfiados que esa obsesión se convierte, poco a poco, en paranoia. Ven como otras naciones, más que emergentes, les pisan el terreno en cuestiones económicas, estratégicas, de influencias y hasta de respeto. Como es el caso de China, que ya ha pedido que no sea el dólar el patrón para el negocio petrolero. Es un país que   se introduce donde quiere y puede, bien para obtener su tajada de los recursos naturales de los países africanos o de América Latina, o para desarrollar proyectos e infraestructuras que también les benefician. Hubo cierto recelo en el Capitolio y en la Casa Blanca  y en los “lobbies” y centros de poder americanos cuando Europa comenzó a “independizarse”, a alejarse de la órbita  yankee   y creó la Comunidad Europea con su propia moneda (excepto, claro está Gran Bretaña que mantiene la suya). Naturalmente, todavía continúa atada a esa nación con compromisos militares, con la OTAN y otras cuestiones.
Nuestra relación con USA procede de los tiempos en que el dictador Franco recibió su apoyo, a cambio de instalar varias bases militares que, por desgracia todavía perduran, aunque solamente hay dos, la de Rota y la de Morón. Pero, lo suficientemente peligrosas para los españoles y nuestras ciudades, ya  diariamente realizan vuelo con armas letales, dentro de sus aviones, y convierten esas instalaciones  en objetivos preferentes, en caso de conflicto bélico. Ni Adolfo Suárez, Felipe González,  Aznar, Zapatero, ni los que gobiernan ahora, se han sabido desprender de ese lastre que nos puede resultar fatal.
Pongo como ejemplo de la paranoia americana lo que me ocurrió a mí un día en el aeropuerto Kennedy de Nueva York. Me retuvieron en la aduana un largo rato porque descubrieron en mi maleta un paquetito algo sospechoso. ¿Saben de qué se trataba? Pues era bolsa de gofio que me habían encargado unos primos míos que hacía muchos años que vivían en Estados Unidos. Por mucho que traté de explicarles que aquello era un alimento, no hubo manera de que lo entendieran. Pensaban que era una especie de cocaína o algo parecido. Cuando estaban a punto de ponerme las esposas, apareció por allí un aduanero, de origen cubano-canario, que se enteró del embrollo. Entonces, riéndose un poco de sus compañeros les confirmó que era verdad lo que yo contaba. Él, con su acento cubano que aún conservaba, me dijo: “Peldona, chico, estos tíos no saben nada de nada”. Si no hubiese sido por este casi paisano, a lo mejor estaría todavía en prisión por “tráfico de drogas”, o por introducir un “arma de destrucciones masiva”.
Mi rabia por aquel encuentro aduanero se disipó al coger el metro que me llevó hasta el centro de la Gran Manzana. Salí en una de las estaciones que están cercanas al Empire State, pero casi ni miré para el majestuoso edificio, que se encontraba ya en el segundo o tercer lugar en el ranking de altura de la ciudad. Lo que más me llamó la atención fue que había huelga de trabajadores de la limpieza y N.Y. apestaba que daba asco. Mi hijo y yo solamente dijimos: ¡Fosss! Y nos fuimos directos a la estación de Pennsilvania, para coger el tren de Baltimore-Washington... Visitaríamos la ciudad de los rascacielos cuando ya  no apestara.
Volviendo al tema espionaje no me extraña que los gobernantes del PP se muestren tan condescendientes con sus amigos los norteamericanos. El ministro de Exteriores, señor Gargallo, afirma que no existen pruebas de que eso haya ocurrido. Como contrarréplica a esa afirmación, el ministro de Defensa, señor Morenés, asegura que esa es una práctica frecuente en todas las naciones, incluida España. No había sino que ver la cara de pitorreo que tenía el embajador de los Estados Unidos cuando entró y  salió, tras tomarle declaración en un juzgado.
O sea,  cuidado con lo que dicen, hablan o escriben porque tenemos unos ocultos vigilantes, que saben mucho de su vida, de sus aventuras, de sus vicios, o de sus buenas y malas costumbres. Un amigo mío, muy relevante en nuestra sociedad, cada vez que coge el teléfono en su casa o en su despacho, le dedica unas palabrejas, más bien palabrotas, a los supuestos espías que pueden estar grabando lo que dice. No sé si eso lo borrarán después del informe que entreguen.

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