Oración en el Mediterráneo
danos paz,
un mar que sea de olas inocentes,
y una vez en la arena
gente que mire con el corazón abierto,
voces que nos acepten
El viaje es tan difícil
que hasta la espuma hiere y hierve,
y es tan alta que ciega
durante la entera travesía
Haz, Señor, que no haya
muertos esta vez,
deja las rocas lejos,
que el viento amaine
y que tu paz por fin
se multiplique
Que después de la balsa
la guerra, la fatiga,
tras los brazos abiertos y sonoros,
haya, Señor,
un poco de pan tierno
y un pescado, tal vez,
del mar
que es también nuestro
Matar es fácil
un pequeño mosquito
que aterrizó sin permiso y sin licencia
en la hoja de papel
Era tan insustancial,
de alas imperceptibles a la vista,
que dejó, muerto en la hoja, un rastro
igual a casi nada
Pero era un rastro
con un resto de magia, un pretexto
de poema, y con su linfa ardiendo
por un tiempo más breve
que mi vida
no dejaba de ser
un tiempo vivo
Abatido sin lanza ni puñal,
sin sustancia mortal
(digno cianuro o estricnina),
murió, víctima de una uña,
y volvió al polvo:
una efímera harina triturada
Mas ha de contener,
igual que sus parientes,
una cosa concreta,
que de aquí a unos cien años,
será la misma sustancia
la que alimenta la tibia de un poeta,
el rostro que se amó,
el pedazo de papel en el que escribo,
el más pequeño punto imperturbable
en la cola de un cometa
El exceso más perfecto
Quería un poema de respiración tensa
y sin pudor.
Con la elegancia redonda de las mujeres barrocas
y un refinado arbusto en su reverso.
Un poema que, de solo verlo, Rubens envidiase
desde lo hondo de tres siglos,
con un cuerpo magnífico recostado en un sofá,
y los brazos desnudos, reclinados,
con brazaletes tan (pero tan) bellos,
y un Cupido en la cima,
en su nicho de nubes,
para cuidarlo con ternura.
Quería un poema así.
Más allá de los ideales griegos
de equilibrio.
Un poema hecho de excesos y dorados
pero, aún así, hermoso de una fuerza oscura
y mística.
Ah, como quería un poema diferente,
de la pureza del granito, y la pureza del blanco,
y la transparencia de las cosas transparentes.
Un poema que exultara de angustia,
un gran rododendro color sangre.
Una entera avenida de rododendros donde el viento,
al pasar, se detuviera deslumbrado
y en desvelo. Y se quedara allí, preso en el canto
de sus brazaletes tan (pero tan)
bellos.
Desnudo, de redondas formas, tal poema quería.
Una contrarreforma del silencio.
Música, música, música ocupando su cuerpo
y el cabello con trenzas de flores y serpientes,
y una fuente de asombro polifónico
corriéndole en los dedos.
Tumbado en un sofá de terciopelo,
con su desnudez plena y redonda
haría palidecer grifos y sirenas.
Y los pobres templos, de líneas tan limpias y tan puras,
temblarían de miedo ante el fulgor
de su mirada. De oro.
Música, música, música y explosión de color.
Asomado desde el fondo de tres siglos,
un Murillo callado vería qué sencillos habían sido sus
ángeles
comparados con los ángeles desnudos de este poema,
cantando a coro junto a otros
astros rubios
salmos de amor y de un perfecto exceso.
Como los grifos palidece Góngora
ahora que lo observa.
Esta contrarreforma del silencio.
Su mano levantada rumbo al cielo, cargada
de nada
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