sábado, 5 de febrero de 2022

3 poemas de Ana Luísa Amaral (Portugal, XXX Premio Reina Sofía)

 



Oración en el Mediterráneo

 En vez de peces, Señor,

danos paz,

un mar que sea de olas inocentes,

y una vez en la arena

gente que mire con el corazón abierto,

voces que nos acepten

El viaje es tan difícil

que hasta la espuma hiere y hierve,

y es tan alta que ciega

durante la entera travesía

Haz, Señor, que no haya

muertos esta vez,

deja las rocas lejos,

que el viento amaine

y que tu paz por fin

se multiplique

Que después de la balsa

la guerra, la fatiga,

tras los brazos abiertos y sonoros,

haya, Señor,

un poco de pan tierno

y un pescado, tal vez,

del mar

que es también nuestro 

 

Matar es fácil

 Asesiné (tan fácil) con la uña

un pequeño mosquito

que aterrizó sin permiso y sin licencia

en la hoja de papel

Era tan insustancial,

de alas imperceptibles a la vista,

que dejó, muerto en la hoja, un rastro

igual a casi nada

Pero era un rastro

con un resto de magia, un pretexto

de poema, y ​​con su linfa ardiendo

por un tiempo más breve

que mi vida

no dejaba de ser

un tiempo vivo

Abatido sin lanza ni puñal,

sin sustancia mortal

(digno cianuro o estricnina),

murió, víctima de una uña,

y volvió al polvo:

una efímera harina triturada

Mas ha de contener,

igual que sus parientes,

una cosa concreta,

que de aquí a unos cien años,

será la misma sustancia

la que alimenta la tibia de un poeta,

el rostro que se amó,

el pedazo de papel en el que escribo,

el más pequeño punto imperturbable

en la cola de un cometa

 

El exceso más perfecto

Quería un poema de respiración tensa

y sin pudor.

Con la elegancia redonda de las mujeres barrocas

y un refinado arbusto en su reverso.

Un poema que, de solo verlo, Rubens envidiase

desde lo hondo de tres siglos,

con un cuerpo magnífico recostado en un sofá,

y los brazos desnudos, reclinados,

con brazaletes tan (pero tan) bellos,

y un Cupido en la cima,

en su nicho de nubes,

para cuidarlo con ternura.

Quería un poema así.

Más allá de los ideales griegos

de equilibrio.

Un poema hecho de excesos y dorados

pero, aún así, hermoso de una fuerza oscura

y mística.

Ah, como quería un poema diferente,

de la pureza del granito, y la pureza del blanco,

y la transparencia de las cosas transparentes.

Un poema que exultara de angustia,

un gran rododendro color sangre.

Una entera avenida de rododendros donde el viento,

al pasar, se detuviera deslumbrado

y en desvelo. Y se quedara allí, preso en el canto

de sus brazaletes tan (pero tan)

bellos.

Desnudo, de redondas formas, tal poema quería.

Una contrarreforma del silencio.

Música, música, música ocupando su cuerpo

y el cabello con trenzas de flores y serpientes,

y una fuente de asombro polifónico

corriéndole en los dedos.

Tumbado en un sofá de terciopelo,

con su desnudez plena y redonda

haría palidecer grifos y sirenas.

Y los pobres templos, de líneas tan limpias y tan puras,

temblarían de miedo ante el fulgor

de su mirada. De oro.

Música, música, música y explosión de color.

Asomado desde el fondo de tres siglos,

un Murillo callado vería qué sencillos habían sido sus ángeles

comparados con los ángeles desnudos de este poema,

cantando a coro junto a otros

astros rubios

salmos de amor y de un perfecto exceso.

Como los grifos palidece Góngora

ahora que lo observa.

Esta contrarreforma del silencio.

Su mano levantada rumbo al cielo, cargada

de nada

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