
Y, al cabo de los años, uno no
puede dejar de aceptar aquella frase que un día lejano me dijo Miguel Delibes
cuando le hacía una entrevista: “un escritor es hijo de cien padres.”
Efectivamente, al cabo de los años uno tiene la conciencia de que ha leído
algunos libros imprescindibles por su calidad o por su oportunidad, pero en
otros casos da la impresión de que casi por azar los libros lo han elegido a
uno como lector. Cada libro, sobre todo si es bueno, deja alguna huella en el
alma del escritor. Y eso que llaman estilo se irá fraguando de manera lenta y progresiva
a lo largo del tiempo.

Uno leía a salto de mata, de
manera obsesiva, con una avidez total, en la época lagunera Juan Cruz y yo
intercambiábamos libros. Otras veces, los libros se quedaban en el camino. Ya
se sabe que libro prestado, libro perdido. Más de una vez compré Cien años de
soledad y más de una vez me quedé sin él por haberlo prestado. Y se colaban,
claro está, autores europeos como Kafka, Cesare Pavese, Italo Calvino, Samuel
Beckett, más tarde Milan Kundera, Margueritte Yourcenar, hasta llegar a gente universal
de ahora mismo como Murakami, Amos Oz, Philip Roth, Coetzee. Autores españoles
siempre los hubo, en mayor o menor medida, desde las lecturas casi obligatorias
de Pérez Galdós y Cervantes hasta llegar a Sánchez Ferlosio, Luis Martín
Santos, el enorme Gonzalo Torrente Ballester, Carmen Laforet, Cela, Miguel
Delibes, Juan Marsé, Antonio Muñoz Molina, Ana María Matute, ciertas obras de
Javier Marías. Me doy cuenta de que he leído a pocas mujeres, son pocas pero
tan significativas como Virginia Woolf, la Yourcenar, Marguerite Duras, la
propia Ana María Matute. Ciertamente, en la novela y el ensayo son minoritarias
las mujeres, no así en la poesía. En el caso de Canarias, las mujeres han
estado agazapadas hasta hace 15 o 20 años, solo desde entonces contamos una explosión
de talentos femeninos, incluso en la narrativa.
He pretendido y todavía pretendo hacer
una literatura con raíces, las islas están en el mundo pero desde aquí hay una
mirada diferente sobre el mundo. De ahí que sigo pensando en el valor pionero
que tuvo Agustín Espinosa, para mí el mejor escritor surrealista español. Y
también han estado en mi mesilla de noche Pedro García Cabrera, Agustín
Millares Sall, Pedro Lezcano, y la legión de narradores, desde Isaac de Vega y
Rafael Arozarena a compañeros de generación. Es tanto y tan bueno lo que se ha
publicado en la historia de la literatura universal que, lamentablemente, no
llegaré a conocer ni al cinco por ciento de los mejores. A veces uno duda de si
vale la pena escribir cuando algunos han alcanzado tal nivel de excelsitud.
Pero siempre he tenido claro que cada cual, yo incluido, tiene un compromiso
que no puede rechazar: hacer su propia obra. Aunque uno nunca llegue a ser
Galdós ni cosa que se parezca, hay que seguir escribiendo hasta que llegue la
despedida final. Tras la cual vendrá el inevitable olvido, como le sucede a
todo hijo de mujer. El destino de los que escriben es padecer una inevitable
melancolía por esas grandes obras que nunca escribimos, porque en definitiva
nos sabemos perdedores frente a la muerte. Pero pequeños triunfos hemos tenido
y, en todo caso, ¡que nos quiten lo bailao!
(Fotos de la Biblioteca del Estado en Las Palmas, cuya demolición es inminente)
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