viernes, 13 de enero de 2012

Yeny

Yeny
Algunas veces tenía la impresión de que –por mucho que se esforzara- todo iba a salirle mal. Debieron ser los terrores de infancia –el miedo a la oscuridad, al hombre del saco- que se le quedaron pegados a la conciencia como una segunda piel.
Así, la única solución consistía en un dicho antiguo: cuando disparan sobre ti y las balas pasan rozándote, pégate al suelo.
La vida exigía gran dedicación, y –sobre todo- constancia a prueba de bomba. Si te caes siete veces, has de saber levantarte ocho.
Desde hacía días la notaba diferente. Los cambios hormonales, deben ser. La constatación de que los años van pasando como guillotinas, y se aproxima la edad de la tristeza. A unas personas les afecta más que a otras la crisis, preludio de todas las menopausias.
Sin embargo, estaba por llegar un tiempo más favorable. “Ya vendrán tiempos mejores” –era uno de sus latiguillos preferidos.
Yeny era sensata y él admiraba su capacidad de análisis, aquella fortaleza que la iluminaba en los instantes difíciles. Le gustaba observar su aplomo, siempre admiró su decisión ante las crisis. Su coraje venía a resultar un arma prodigiosa.
Sentía un terrible desánimo; le daba la impresión de que el mundo se disolvía sin remedio. En el naufragio, no conseguía divisar un clavo ardiendo hasta que notaba su proximidad.
-¡Guau, guau! –respondía ella cuando le daba las buenas noches y la dejaba en su caseta.

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