lunes, 1 de julio de 2019

Houellebecq y el mosquito de la malaria


Michel Houellebecq, el provocador, frívolo, depresivo y despiadado novelista francés Premio Goncourt ha sacado a la luz una nueva obra, Serotonina (Anagrama, 2019), una prosa en la que nos trae de nuevo su ironía, su sarcasmo, su despiadada mirada sobre las relaciones humanas, las hipocresías y los miedos de nuestra sociedad. Suele haber en su obra un arranque español, ya lo hubo en Lanzarote, aquella novela de pocas páginas que a nuestro modo de ver estropeó una ocasión para devolvernos la mirada sobre lo que somos aquí, este archipiélago architurístico. Y ahora la acción comienza en Almería, playas ardientes, mucho sol, abundantes tentaciones y sexo, siempre sexo en estado de efervescencia o como recuerdo triste de lo que fue y ya no es. Y Franco consagrado como el inventor del turismo de masas, Franco admirado en las escuelas internacionales de hostelería.
En Lanzarote, su brevísimo libro, ilustrado eso sí con buenas fotos, se limitó a ser displicente, a no mirar lo necesario, a caminar a saltitos por la piel rugosa del volcán con el ojo vago de los que no quieren ver demasiado. De tal modo que el libro no era siquiera un relato, era más bien un anecdotario. Como provocador, lanzó dianas aquí y allá, proclamó que los árabes siguen una religión ridícula, habla de lesbianas que también se acuestan con hombres, se detiene apenas en los conflictos de un policía belga dispuesto a sumergirse en la secta de los azrelianos, que pretenden renovar la humanidad a través de los extraterrestres. Pero no le interesó la arquitectura, ni tampoco la obra de César Manrique, ni la Cueva de los Verdes ni los miradores ni los blancos caseríos. Quiso hacer una radiografía grotesca y banal después de mirarse al ombligo. El libro descuidado se lee de un tirón, eso sí. ¿Cómo no iba a ser así si lo más profundo que contiene es la descripción final de las erupciones volcánicas escrita hace trescientos años por el cura párroco de Yaiza?
Serotonina puede ser el retrato de una sociedad en cuidados paliativos, atiborrada de calmantes y con pocas erecciones, los antidepresivos son cada vez más necesarios para la supervivencia pero, muerto el deseo, ya solo queda iniciar la cuesta abajo. Por eso el protagonista se entusiasma finalmente con las armas, por eso uno de sus más íntimos amigos se suicida en plena algarada de agricultores y ganaderos desposeídos de su comodidad por las nuevas normativas comunitarias. En el camino el autor nos ha ido contando las traiciones a uno mismo, la pérdida del amor, las cobardías cotidianas, la cuesta debajo de la decadencia personal que ya no hay forma de remediar. Esas mujeres que aparecen como fantasmas desvaídos, que nos dieron instantes ya olvidados de placer, y de las que ahora solo queda una remota culpa y el deseo de aniquilación porque no fuimos capaces de entender lo que aportaban. Y no es otra la lectura de fondo de esta radiografía de la muerte del placer, la caída permanente hacia la nada de la que brotamos y a la que regresaremos más pronto que tarde.
Una mirada sobre la Europa aburrida y decadente, la Unión repleta de normas y rigideces, un territorio de baja natalidad que necesita como agua de mayo una legión de inmigrantes difícil de digerir. Es fácil reconocer la deuda de este nuevo libro con obras anteriores, como Lanzarote (2000), Plataforma (2001), o El mapa y el territorio, (2010), aunque el escritor exagera ahora la caricatura de sus tópicos. Pero Serotonina se entrelaza, sobre todo, con el retrato triste e intimista, claustrofóbico de la derrota personal, el cansancio de vivir, un cierto nihilismo que viene de lejos. La obra de Houellebecq se parece al vuelo de un mosquito que va y viene, que se aleja pero regresa en busca de dejar su señal en la piel. Es un vuelo recurrente, un zumbido que sabemos reconocer en cuanto leemos unas pocas páginas. Es una prosa punzante, es el fruto iconoclasta de una mente republicana, es la irreverencia del laicismo, el viejo espíritu de la Revolución Francesa. Desde este punto de vista, nos atrapa. Ese zumbido molesto que acaba por transmitirte el deseo de conocer su próxima entrega, y aunque nos propongamos ingerir los medicamentos adecuados, vuelve a transmitirnos la fiebre de la curiosidad, una cierta obsesión para la que no hay remedios.
Y volviendo al tema recurrente de estas últimas semanas, casi otro vuelo de mosquito que va y viene obsesivo, hemos de reafirmar que el panorama postelectoral ya cansa, y lo peor es que su desenlace va a hacerse esperar. Todo esto parece una partida de dados, una comedia con exceso de tics. ¿Vamos a ser, ya definitivamente, un país ingobernable? Pues pensábamos que era positiva la desaparición del bipartidismo, y ahora resulta que el partido que gana las elecciones tiene muchos contratiempos por delante, ya que, al verse obligado a pactar con tanta gente, encuentra demasiados obstáculos en el camino. Empezando por los socios de su misma ala ideológica, que según parece ponen altas sus demandas para firmar cualquier pacto de gobernabilidad.
El votante percibe el espectáculo con mucha perplejidad, y se pregunta si no sería recomendable introducir una segunda vuelta que, por fin, designe al ganador con suficiente margen de maniobra para que pueda formar gobierno en la nación, las autonomías, los entes locales. Ahora hay cinco grandes partidos, que representan más líneas de pensamiento, más corrientes que las que cabían en el PSOE y el PP. Pero, tanto por la derecha como por la izquierda, sigue habiendo dos bloques de pensamiento, aquello de las dos Españas que nos pueden romper el corazón. Hay más oferta donde elegir acomodo, hay izquierdea radical y hay extrema derecha, pero lo que presumíamos como avance se está evidenciando como una complicación. ¿Y si fuera preciso volver a nuevas elecciones antes de final de año, ello no iba a erosionar de modo grave la participación? ¿Cómo decirle a un ciudadano hastiado que vaya otra vez a las urnas, si, previsiblemente, los resultados de unos nuevos comicios apenas iban a ofrecer variantes convincentes?
Muchas egolatrías, todos exigen su parte de la tarta, y pocos piensan en los intereses generales. Hay sobreactuaciones, muchos actores mediocres, y la comedia puede convertirse en tragicomedia. Es de esperar que, antes de que llegue Papá Noel con la fanfarria navideña, los Reyes Magos nos traigan el milagro de conseguir una clase política que no nos siga dando la tabarra desde ahora hasta el día del juicio final.

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