martes, 10 de julio de 2018

La casa vieja




A Manuel Poggio Capote

     Cuentan que en ciertas construcciones religiosas –no templos principales en cabeza de arciprestazgos, sino pequeñas construcciones en cruces de caminos, en poblados diseminados por las lomadas, agrupaciones de vecinos que se fueron vaciando por la emigración– se exhibieron ciertas señales de la orden de los templarios, que al cabo del tiempo fueron borradas por el poder eclesiástico al ser confundidas con huellas de la masonería, señales de poderes ocultos, poderes malignos, llamadas del infierno. Ello debió suceder en la primitiva ermita del caserío, la que cayó en uno de tantos incendios, consumidas las vigas de tea, la hermosa portada, ni que decir de las imágenes a las que habían venerado durante generaciones, desapareció también el pequeño local del cine donde daban películas de María Félix, Jorge Negrete y Cantinflas. Pero en lo más alto de la ladera, sobre el Camino Real y las viñas, persiste la casa que puede tener siglo y medio. Sus últimos dueños marcharon lejos, y nadie ha sido capaz de reclamarla; las huertas que tenía a su alrededor están borradas, apenas quedan vestigios de los linderos, marcados por filas de tuneras y de pitas que también han sido ahogadas por las zarzas.

      La casa que se quedó sola sobrevive engurruñada junto al aljibe y el corral donde guardaban el ganado, en sus buenos tiempos allí hubo reses, cochinos negros, cabras y mulos; como era costumbre, las gruesas paredes fueron unidas con barro, bosta de vaca y paja. Todavía es un espacio notable, aunque le faltan muchas tejas persisten algunas puertas. Antes se hacían las paredes a conciencia, eran gruesas y capaces de resistir tanto los solajeros como el granizo de enero. –¿Pero quiénes vivían aquí? –pregunté, zumbón. –Gente –dijo el campesino–. Seguro que sus bisnietos tendrían ganas de volver. Pero no pueden salir de Cuba ni reclamar las propiedades, lo impiden las leyes de allá, lo impide la gente de aquí, porque esas propiedades ya han sido inscritas a nombre de otros beneficiarios; lo perdido, perdido está, el diablo se lo llevó.
¿Quiénes habitaron aquí, me preguntaba mientras escuchaba historias de muertos que se aparecían en los barrancos, de brujas y adivinas, curanderas capaces de recitar cien oraciones distintas contra el mal de ojo y otros padecimientos, barajeras que desentrañan tus males escondidos, vaticinar el futuro. Y luces de ánimas que relampagueaban en medio de tan tenebrosa oscuridad, solo candiles y quinqués, hachos de tea para recorrer los caminos reales si surgía una necesidad con un enfermo. Y hasta la silueta evanescente de San Borondón, muchos viejos jurarían haberla contemplado a mediados del verano, el paraíso que nunca acababa de manifestarse en las cartas náuticas era solo una ensoñación, una mentira de los sentidos, una quimera que no estaba al alcance de cualquiera.

     Los hombres están acostumbrados a construir grandes objetos que pronto se disuelven en la nada más tenebrosa, sin embargo más allá de sus telarañas y de sus fantasmas ella había aprendido a resistir. Porque muchos dirían que en esas puertas mohosas, en los cuartos trasteros, en las vigas y planchas de madera, en los restos de muebles, las camas con cabezales de hierro, en los somieres de alambres retorcidos, en las paredes del fondo, en las gavetas sueltas, en los baldes y en las pipas vacías, en las cajas de tea que en su día contuvieron trigo, higos y almendras, en los sacos de yute, en el papel de periódicos removido por las ratas, en las corazas secas de las cucarachas y en las fotos amarillentas de aquella época remota permanece el aliento de la familia que un día huyó. En la cocina de carbón que gobernaba la mujer diligente, revolviendo el puchero, poniendo a calentar la plancha de hierro, preparando el potaje y el gofio escaldado, en las barricas donde guardaban con sal la carne tras la matazón, en la talla con culantrillos donde ponían el agua a refrescar. La casa asoma sobre tantos fantasmas del pasado, junto al viejo drago, cerca del molino, sus doce palos romos, despojados de las telas que los hacían girar. La contemplo sobre la ladera entre declives, rodeada de frutales que dejaron de injertarse hace mucho, aunque su floración es todavía un espectáculo. En las medianías que casi caen a pico sobre el mar todavía se ven mansiones solariegas con esqueletos de balcones, paredes de piedra revestida de cal, las compran los extranjeros. Algunos artesanos y hippies trotamundos han restaurado el edificio tradicional de la tahona, el viejo molino reconvertido en punto de venta de recuerdos. En las bajadas a la costa y en las subidas a la cumbre resisten otras con sus cubiertas de paja, por donde en tiempo de los viejos hubo nacientes, por encima del despeñadero y del rugido del mar en los roques, los tablones de madera, a dos aguas, los terrenos invadidos por la maleza. Y los tejados comidos por los bejeques, y las nubes que adoptan formas caprichosas, como si fueran naves espaciales siempre marchando hacia el horizonte.

      Sobreviven los abrevaderos igual que las cuevas en las que se han establecido las comunas; en ellas los chicos y las chicas extranjeras visten de manera descuidada, aparentan poca higiene, no tienen inconveniente en atrapar gallinas que vagabundean por los barrancos como si no tuvieran dueño ni dejan de alimentarse de frutales que –pese al abandono– todavía son capaces de dar regalos al caminante. Dicen que viven todos mesturados, como si mismamente fuesen un rebaño de cabras con machos cabríos. Mas cuando aquellas parejas se aplicaron a hacer reparaciones las edificaciones revivieron, agradecidas, hasta la fuente cercana que se había secado tiempo atrás volvió a dar un hilillo de agua transparente. Pero el hombre de la boina negra anunció que cualquier día habría desgracias: un rayo como el que había matado a su abuelo, una seca de muchos años, un diluvio que borraría los caminos y arrastraría por las barranqueras cabritos recién nacidos; porque los humanos son codiciosos, le fueron arrebatando al agua sus salidas hacia el mar y cuando se encoleriza es cortante como un hacha. Además, las cabañuelas venían revueltas; la luna aparecía tintada de rojo como el Viernes en que crucificaron a Cristo; volverían las langostas del desierto que devoran el verde, y fuegos cuyas brasas prenderán en la pinocha. Vagan perros sin dueño, pocos viejos permanecen en la comarca pero la casa resiste como piedra inexpugnable, porque en realidad ha aprendido a sobrevivir igual que un Ave Fénix, dispuesta a renacer si le conceden un poco de cariño. 

1 comentario:

  1. Manuel Poggio, un destacado investigador, serio y comprometido con su tierra palmera. El recibe este cuento.

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