En los últimos 45
años la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria ha conseguido dar un vuelco
importante en cuanto a su estética, jardinería, alumbrado, limpieza,
movimientos culturales, participación vecinal y organización de barrios. Bien
es verdad que en este último capítulo siempre habrá diversidad de opiniones,
pues hay bolsas de pobreza y tercermundismo que son difíciles de erradicar,
Canarias no es una sociedad igualitaria y después de la crisis las diferencias
sociales se han acentuado. También conviene resaltar que hace 45 años estábamos
en pleno franquismo, y que los cambios que introdujo la democracia llegaron avanzada
la década de los 80. ¿Por qué arranco esta especie de miscelánea melancólica en
1972? Sencillamente porque a primeros de abril de ese año cogí una modesta
maleta de emigrante y me subí al ferry desde Santa Cruz de Tenerife, pues
–después de haber estudiado en La Laguna, colaborado en las redacciones de La
Tarde y El Día, y luego de haber cumplido el servicio militar como represaliado
político– tenía la posibilidad de trabajar en la redacción del diario La
Provincia, periódico que en Tenerife admirábamos por su diseño, sus atrevidos contenidos
y su calidad.
La ciudad de Las
Palmas a la que yo llegué hace ahora 45 años era diferente de la actual. Era
más pobre y estaba más descuidada, era menos limpia, apenas había arbolado, no
se había plantado ni un metro cuadrado de césped, no existían apenas fuentes ni
esculturas en la calle, ni estaban los túneles Julio Luengo ni tampoco algo que
cambió por completo el diseño capitalino: la circunvalación. Con los amigos de
entonces llegábamos a una conclusión primitiva: menos mal que por la noche los
defectos de la ciudad se disimulaban, era más presentable. Presentaba, eso sí,
la imagen de un lugar cosmopolita y abierto, el mejor espacio urbano de
Canarias, hervían de actividad el Parque Santa Catalina y sus aledaños, los
bazares de los indios traían la electrónica que buscaba el turismo, las
discotecas ofrecían grandes noches gracias a las escandinavas, se había
cubierto el barranco Guiniguada para la carretera del centro y estaba Alfonso
Armas Ayala y sus Casas-Museo, que centraban la actividad cultural, en especial
la Casa de Colón. Había un puerto con una impresionante actividad pesquera, y presencia
de flotas exóticas: de Corea, de Rusia, de Japón, de Cuba, de Egipto incluso.
En aquel tiempo de ilusiones juveniles, andábamos admirando la Revolución de
Fidel Castro y en los pesqueros cubanos nos regalaban libros y revistas que
hablaban de allá.
La ciudad de Las
Palmas era la Nueva York de Canarias, según me decía mi padre, Anastasio León
Capote, quien la visitó cuando se presentó a las oposiciones de Agente Judicial
ante la entonces Audiencia Territorial. Recordaba mi padre los comercios y las
modestas luminarias de Triana, que él elevaba a gran consideración. Por
desgracia nunca pudo ver el mundo más allá del archipiélago, y siempre conservó
su valoración de esta ciudad.
Desde mi origen en
la isla de La Palma siempre aprecié que entre grancanarios y palmeros había una
buena relación. Se decía que los lanzaroteños brincaban hacia Tenerife y que en
cambio los palmeros buscaban los servicios de calidad en la isla redonda. A los
grancanarios les gustaban los verdes de La Palma, sus pueblos, su paisaje. Los
palmeros venían de luna de miel al Hotel Don Juan, igual que venían en busca de
buenos especialistas médicos.
Esta ciudad, con sus
defectos y sus virtudes, ha sido mi lugar bajo el sol, el sitio donde cometí
errores y aciertos, donde nacieron mis hijos, donde desempeñé diversas labores
profesionales, un espacio que siempre me atrapó en su maltratada pero todavía
bella Vegueta, en su frenesí portuario, en su británica Ciudad Jardín, en sus
plazas coloniales y en su luminosa playa de Las Canteras, que nunca valoramos
en su justa medida. Ah: también recuerdo que, antes de establecerme, en un
viaje sobrevolamos el Estadio Insular iluminado, donde el equipo amarillo
representaba a todas las islas en primera división, siempre con una base de
cantera, con un estilo casi brasileño y argentino, y con aquellos genios
inolvidables de Germán, Tonono, Guedes, León, etcétera. Un equipo que jugaba al
golpito, parecía que no corría, pero conseguía hazañas ante los grandes.
La ciudad
cosmopolita, la ciudad con tanto dinamismo, la ciudad universal de las cien
banderas que cantó Tomás Morales, me ha visto envejecer y le estoy
perpetuamente agradecido porque aquí encontré compañeros de trabajo, escritores,
artistas, personajes del pensamiento que me ayudaron a madurar. El rector que
fue de La Laguna Doctor Hernández Perera siempre decía que la plaza de Santa
Ana era un rincón de Florencia. La subida de Espíritu Santo con la fuente de
Ponce de León, el mismo que diseñó la Casa de los Picos, a la que dediqué una
novela; la calle Obispo Codina y la perspectiva hacia el Gabinete Literario, la
plaza de Santo Domingo, la ermita fundacional de San Antonio Abad, la alameda
de Colón y la iglesia de San Agustín, el perfil sevillano de Vegueta, todo me
atraía tanto como las crónicas de Alonso Quesada. Una ciudad entonces sin
centros comerciales ni grandes almacenes, de humildes supermercados y tiendas
de aceite y vinagre.
La ciudad me acogió
y me ofreció la oportunidad de crecer. En varios de mis libros procuré dar
testimonio de su vitalidad, su mestizaje, su sentido progresista e innovador. Después
de haber visitado 45 países con ciudades explosivas, ciudades recoletas y
ciudades del Tercer Mundo, he de reconocer que es el mejor lugar para vivir.
Vaya, por tanto, mi agradecimiento hacia este escenario donde eché el ancla,
donde encontré el amor al lado de una mujer que me ha salvado de varias
hecatombes. Muchas veces dije que los insulares somos como los cocodrilos, que
necesitan vivir en el fondo del río y que de vez en cuando suben a la
superficie para tomar oxígeno. Los insulares vivimos casi en el fondo del
océano y subimos a un avión para ver mundo, pero luego retornamos a la madre
atlántica, nuestro estoicismo y nuestra melancolía, nuestra magua, nuestros
eclecticismos. Y siempre mantenemos las antenitas puestas para recibir y
reelaborar lo que viene del mundo, por eso desde Cairasco para acá este lugar
ha dado tan buena gente en las letras y las artes, por eso –aunque la isla
crece hacia el sur turístico– es una colectividad que permanece y con sus
dinámicas ilumina al resto del archipiélago. Gracias por siempre a esta ciudad,
a la que llegué veinteañero con una maleta de cartón.
Desnudando el alma, querido Luis. Cuando vamos cumpliendo años nos miramos lo que dejamos, hicimos y lo que ya no podremos ser.
ResponderEliminarGracias, Juan Calero. Bien dicho, es así.
ResponderEliminarGracias a ti, por haber decidido anclar en este puerto...
ResponderEliminarGracias a Anónimo, por haber puesto ese comentario tan lindo
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