martes, 25 de febrero de 2014

Philip Seymour: los dioses se suicidan

Debe ser, admirado actor Philip Seymour Hoffman —tú que incorporaste en la pantalla al gran novelista Truman Capote, tú que ganaste un Oscar, tú que hiciste cine nada menos que con los hermanos Coen, esos genios de la provocación, tú que quizá fuiste el mejor actor de los últimos veinte años — que la fama trae la maldición de los excesos, el inevitable crepúsculo de los dioses. Eras víctima constante de la caída, fuiste a centros de desintoxicación una y otra vez pero perdías la jugada. Y en el último instante te echaste en los brazos de algo poderoso y letal. Por eso los policías descubrieron en tu casa 50 papelinas repletas de una sustancia que pudiera ser heroína, potenciada con otras, un verdadero cóctel explosivo. Hallaron también botellas con exceso de medicamentos y jeringuillas para dosis de estimulantes. En tus últimos momentos estabas solo, tu mujer y tus hijos difícilmente soportaban el espectáculo, hay que entender que estaban muy cansados, agotados en la pelea.
Cuántas veces lo hemos comprobado en la historia maldita de la industria cultural. Como si esta historia de los torturados por la fama, contada cien veces, nunca pudiera alcanzar un buen final: Marilyn Monroe, Judy Garland, Whitney Houston, Amy Winehouse, el mismísimo Elvis Presley esclavo de los barbitúricos igual que el adorado Michael Jackson, quien no tuvo inconveniente en disponer de un médico personal que le consiguiera recetas de sedantes tan poderosos que eran utilizados para caballos y acabaron causándole la muerte. Como señal de aviso de que hay cosas que estamos haciendo mal, precisamente en el mundo occidental se dispara el consumo de ansiolíticos, sedantes, antidepresivos, pastillas para dormir.
Tantos años eléctricos, tantas noches de blanco satén, tantas borracheras y disipaciones, como si fuera imprescindible agotar todos los placeres, vivir cada día al límite en esa jaula de oro que es la isla de Manhattan, dilatar todos los orgasmos hasta que la mente y el cuerpo revienten por exceso. Y al fondo de tantísimos tratamientos de desintoxicación de drogas y de alcohol nos queda esa fotografía agridulce de los ídolos en desgracia, el auténtico recordatorio de que somos efímeros, seres de aire que se desvanecen cuando muelen nuestros huesos en el crematorio y esa ceniza es arrojada al mar o enterrada junto a un pino. Y nos queda la pregunta incontestable: ¿son las criaturas mimadas por la fama las mayores víctimas de una profunda soledad, de una devastadora inadaptación, de una imposibilidad de aceptar que los humanos no somos criaturas hechas a la imagen de Dios, seres celestiales, sino tan solo somos muñecos de trapo, cadáveres flotantes en manos del destino?
El trastorno del mito torturado y sangrante. Él solo tenía 46 años y estaba considerado uno de los actores más brillantes de la última década. Como los grandes profesionales, también tuvo una carrera fructífera en el teatro. "Soy un perfeccionista, un problema si eres actor. Cada entrada en escena es la primera vez. Yo no repito tomas, sino que vuelvo a hacerlas. Son conceptos diferentes", contaba. Una de sus últimas apariciones fue en El último concierto, una película discreta en la que encarnaba un segundo violín. Un actor bestia, un intérprete desproporcionado, un histrión de talento inagotable. Con un físico regordete, con mofletes y nariz de tono rojo cirrosis, de cabellera rubio platinada, y una apariencia que siempre denotaba más años de los que él tenía (murió sin llegar a los 50), apariencia que para cualquier otro no hubiera alcanzado para pasar de un eterno segundón en películas de medio pelo, Philip Seymour Hoffman nos dejó un legado en la pantalla, un catálogo de personajes impresionante y maravilloso, que para algunos supuso el mayor talento interpretativo en los últimos veinte años.
Acaso los humanos estamos condenados a vivir exclusivamente en el lado de acá del País de las Maravillas, acaso estamos predestinados a ser hijos de la conciencia de que padecemos múltiples y grandes limitaciones, acaso sea la debilidad la nota que nos caracteriza desde que venimos a este mundo. Somos seres carenciales, tan débiles como una mota de polvo en el cosmos, y como nuestro destino es mortal ya venimos a este mundo con las cartas marcadas. Y para quienes han sido alzados al pedestal de los semidioses acaso no sean suficientes todas las curas de desintoxicación, acaso no sean remedios el tener una mujer guapa y tres hijos de corta edad. Y es que la fama a raudales crea una sobreexposición ante los demás, tal vez esa pasarela envenenada está predispuesta para devorar a quienes la recorren. Mujeres bellísimas, hombres apolíneos: tan solo muñecos de papel prestos a morir en el incendio de las pasiones. Pues aquella máxima del Carpe Diem, vive el día disfrutando al máximo de los placeres, no puede ser llevada hasta sus últimas consecuencias.

3 comentarios:

  1. Interesante cuestión, a veces la fama provoca estas consecuencias, aunque no todos la padecen, algunos no saben sobrellevarla. Mis respetos para un gran actor que eligió salir de este mundo por la puerta pequeña..
    un saludo

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  2. Gracias, Ico A ver si Telde puede recuperar o fundar un espacio como aquel de La Escalera Por cierto, el 13 de marzo se presenta una novela mía, Carnaval de Indianos, en la sede del Círculo Cultural, Molino del Conde,. supongo que a las 8 A ver si te viene bien

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  3. https://www.facebook.com/elrastrode.lamujercaracol

    Yo también soy Barreto, compañero escritor... ¿tocayo?; y...

    ¿el haber puesto mi comentario en este post ha sido humor negro? Jaja...

    Nah, "bembos lamidos", que escribió Beckett.

    Saludos.

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