sábado, 11 de julio de 2020

Tres microrrelatos sobre escritores, de Elvira Navarro (1978)


El falso Coetzee
Elvira Navarro: «Tendríamos que entender que ni las personas ni su ...El falso Coetzee era un hombre que entró en una farmacia igualito que Coetzee, el premio Nobel de Literatura sudafricano, pero vestido con una ropa de deporte desastrada e incluso sucia, unas zapatillas raídas y unas extrañas gafas con doble cristal que le habrían dado aspecto de guardia civil si no fuera porque el cristal más externo no era oscuro, sino marrón clarito, casi transparente y colorido. El hombre miraba unos estantes con potitos, parecía costarle mucho la decisión de escoger un potito que se comería él, eso lo tuve claro. Era un hombre que comía potitos, y por momentos también era Coetzee, que estaba en España promocionando Siete cuentos morales. Y aunque las fotografías de Coetzee en la prensa le mostraban como un hombre pulcro, con una camisa blanquísima, refulgente, recién sacada de la lavandería del hotel, y una exquisita americana negra, o quizás azul marino, a mí no se me antojó raro que ese mismo Coetzee limpísimo llevara días deambulando por Madrid, vestido con un chándal y lavándose como los gatos. No me extrañó que el verdadero Coetzee fuera casi un mendigo, alguien que dejaba de cuidar de sí mismo en cuanto sus editores y su agente le dejaban a solas. El potito de fruta que el hombre cogió de la estantería me pareció la prueba definitiva de que se trataba, en efecto, de Coetzee, un vegetariano militante que seguro que estimaba que un potito era una buena merienda, y no sólo eso, sino que además le gustaba. Me pareció, en fin, que casaba con Coetzee el gusto por los potitos de fruta, y que había demasiadas casualidades, pues el hombre era idéntico al escritor si este llevara días vagando por la ciudad y durmiendo en alguna pensión modesta.
La mujer perdida en la presentación de un libro de Marta Sanz
Era una mujer perdida en la presentación de un libro de Marta Sanz. Pequeña y perdida y como si pudiera estar en otra parte, en otra presentación, o en una biblioteca queriendo recuperar el motivo que la había arrastrado hasta allí, sin duda importante, aunque no recordaba bien los libros que leía, ni los nombres de los autores, y todo el rato me preguntaba que como veía yo el mundo, la crisis climática, qué soluciones había. Soy bipolar, me dijo. Ahora estoy en fase depresiva. No soy capaz de fijar mi atención en nada y compro novelas sin parar. Era delgada, tenía 68 años, y a la vez que estaba en la presentación de Marta Sanz, buscaba el motivo por el que había llegado hasta allí y a cualquier otro lugar. Parecía a punto de desaparecer, de perder el rumbo de su vida definitivamente o de hacerse diminuta, transparente. Incluso de acabar en la suela del zapato de alguien, como un chicle. Pero esperaba que Marta Sanz le dijera si hacía bien estando allí.
Cervantes
El anciano de cara redonda y ojos redondos y mirada redonda no era capaz de pedir ayuda con la maleta. Por dos veces le escuché quejarse de su mano izquierda cada vez que trataba de colocar su equipaje. A la segunda, contó en alto y a nadie en particular la historia de aquella mano atrofiada: resulta que había luchado en la batalla de Lepanto. También tenía, aseguró, cicatrices por impactos de flechas. Unas cicatrices arrogantes y hermosas incluso en su cuerpo de viejo. Aunque se trataba de un loco al que no debía hacer caso, me enfadé. Me creí interpelada y acusada, puesto que pasé junto a él en el momento en el que se dispuso a agarrar su maleta y no le ayudé. Luego traté de averiguar si no sería una persona cuerda que esquivaba la habitual manera de pedir socorro para que reparásemos mejor en su circunstancia.

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