lunes, 9 de abril de 2012

De cuando huíamos a Venezuela en velero clandestino


         Le había llegado el runrún pero resultaba difícil distinguirlo de tantos otros, unos ciertos y otros para confundir.
                El rumor decía que gente de buen ver preparaba una expedición. Habían comprado una de aquellas antiguallas y metieron veleros en las lonas, calafateros en cubierta, carpinteros en el sollado, marinos en obenques, rabizas y varetas. Lo raro era que desearan echarse al agua y –sobre todo- que compartiesen la confianza con muertos de hambre como él.
                Sin dinero y sin papeles, sin haberlo siquiera meditado, un lance de suerte hizo que yo me incorporara a la expedición en el último momento. Todo fue porque un domingo salí de casa a comprar el periódico, por si había luchadas. Y en el parque me lo comentó un pariente:
                -¿Sabes? Tenemos un barco y lo estamos arreglando.
                Yo no salía de mi sorpresa. Me comentaba sobre las reparaciones y  los que se habían apuntado; todo saldría bien.
                -¿Te vienes con nosotros?
                Me quedé alelado, sin saber qué decir. Pues me  lo soltó así, casi sin querer. Como si no tuviera la menor importancia, como si no pudiera cambiar una vida. Apenas quedaban tres días, en los que ni dormí ni pude hacer otra cosa que soñar despierto. Yo ni había ahorrado una perra chica ni se me había pasado por la cabeza el objetivo de partir. Ni siquiera conocía a Toribio, aunque uno como él se bastaría para embullar a cuantos guardasen el menor reparo, incluidos veinte como yo; si había rehecho su lista tantas veces nada  podría pararlo.
                Al fin entregó la relación con los que habían vendido sus cachitos de tierra y sus animales, los que aseguraron con cordel la maleta familiar ya viajada a Santiago y La Habana.
                Dio las normas para el encuentro. Y cada cual llegó a su manera, subiéndose a los coches de hora, apiñados en las camionetas, andando  los caminos reales.
                De noche cerrada nos fuimos juntando en los callaos. La brisa era fresca cuando sentimos el motor de la falúa y al ver movimientos de linterna se nos alegró el corazón.
 ¿Subiría alguno por las bravas?   Ya había ocurrido, y volvió a suceder delante de mis narices cuando un municipal y el guagüero que nos había traído amenazaron con denunciar, y fueron tan contundentes Armando y Ceferino que nadie rechistó.
Así las cosas, Toribio se impuso para mandar por delante a mujeres y niños; subimos los de la primera tanda y éramos tantos que la ola casi entraba por la borda; muchos se mareaban pero a mí la mera idea de la marcha me alegraba como un chiquillo. 
Con marejada era difícil subir, claro que el ingenio ha de vencer la dificultad y por eso los marinos acomodaron la cubierta con sacos de paja y serrín, y la motora acompasaba su movimiento mientras dos hombres izaban a cada cual, uno por las manos y otro por los pies balanceaban al pasajero hasta hacerlo volar arriba y adentro.
Al ser más alto el velero resultaba difícil la maniobra pero tuvimos que someternos, de modo que ni siquiera Toribio se libró de ser levantado a peso: era magro de cuerpo como casi todos y aunque cayó como una piedra tuvo tiento para amortiguar el golpe; lo peor ocurriría con el barbero y su mujer, los de mayor corpulencia y los que pusieron más inconvenientes. Ni siquiera la chica embarazada pudo librarse, claro que en la oscuridad ni nos dimos cuenta de su verdadera condición. Hasta dos cabras traídas por un chico larguirucho pasaron la prueba; lo peor fue la bulla.
Me  sentí zarandeado, el oleaje sacudía con tanta fuerza que el primer aprendizaje fue el de inmovilizarse. Nos apretábamos contra la tablazón y teníamos que caminar como patos, las piernas abiertas, los brazos en guardia.
Apretujados como sardinas, procurábamos no acercarnos a la borda, por ser de tan poco resguardo.

Las cabras balando y nosotros desencajados y quejosos mientras el grupito de mujeres se comportaba mejor; como si estuviesen más hechas para la adversidad apenas se lamentaban, ocupadas en guarecer a los niños o en protegerse a sí mismas; ellas tragándose suspiros, nosotros con  blasfemias.
Dado que los enemigos no andarían lejos sólo hubo tiempo para izar las velas, menos mal que los marinos eran capaces de hacer la maniobra hasta con ojos cerrados.
Luces de posición ciegas cuando bordeamos la costa, en busca de las cuevas donde habían escondido las provisiones. Dieron orden de no encender cigarros. Pero ¿cómo prenderlos si vamos lamentándonos de los golpes, el bandeo y el cabeceo?
Al llegar echaron el ancla y desembarcaron el bote del pescante. Se reunió otro grupo de pasajeros, entre ellos un joven médico. Toribio y los marinos buscaban la comida pero cuanto más reconocían el terreno más gritaban:
-¡Nos robaron!
Silencio y desolación al sabernos despojados. Todo en contra. ¿Y qué hacer ahora?
Nos invade una primera angustia al saber que podremos pasar hambre. Pero no hay tiempo; levan el ancla, izan hasta las velas más pequeñas para coger impulso.
Con brisa fuerte nos jugaremos el todo por el todo, aun a riesgo de escorar no existe otro remedio que soltar trapo y salir zumbando.
-¡Alto!
Llega esa orden como si  un rebaño de lobos nos hubiera estado acechando desde hace días. Fieras entrenadas en seguir rastros nos han husmeado en medio de las sombras.
Surge una pareja de guardias y como un latigazo  vuelve a resonar esa voz:
-¡Alto a la autoridad!
El enemigo tras nuestros pasos repite la requisitoria mientras tratamos de aprovechar el norte.
Quisiéramos cerrar los ojos y creernos el caballo Pegaso surcando el cielo con sus grandes alas cuando suenan disparos de mosquetón; ojalá nos arrastrara una hélice, ojalá nos llevase un remolino pues hemos de salir del campo de tiro de la orilla, virando hacia alta mar desde poniente comprobamos que se aproximan luces y al poco sentimos el aluvión de la patrullera con sus máquinas a todo vapor; ululan sus altavoces, mandan órdenes para que nos detengamos, nos advierten de las consecuencias a que nos estamos exponiendo.  Sólo el silencio de nuestras bocas y el vértigo de nuestras mentes, un nudo en la garganta, una patada en el estómago, la comezón en carne viva. Pero gracias a la destreza de los marinos mantenemos la ventaja. Vamos sumergidos en la bodega, tensos los músculos para alcanzar aguas internacionales; como aldabonazos en las sienes suenan las detonaciones, balas de repetición rozan nuestras cabezas, se incrustan en los aparejos, se pierden en el agua.
-¡Alto en nombre de la ley!
El viento salvador nos lleva en volandas; unos segundos más y estaremos fuera de tiro.
                Partimos sin volver la vista atrás, salvados de trocarnos en estatuas de sal.
                A veces el mar tramposo deja que se entreabra una compuerta.
                A veces el mar traicionero se deja querer.
                Y entonces aprovechamos para huir.
                (Fragmento de la novela “El velero Libertad”, Baile del Sol y Ediciones Idea)

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